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lunes, 25 de septiembre de 2017

Ando con el corazón apachurrado

Ando por la calle con el corazón apachurrado: acá, a seis mil kilómetros de distancia, nadie sabe lo que es ver las ruinas del barrio donde naciste. Nadie acá entiende lo que es saber que esos lugares que amé y en los que fui feliz, están destruidos. Ya no son más.

Ando con el corazón apachurrado por la frustración y la impotencia de estar lejos, y al mismo tiempo con el alivio de saber que ese estar lejos significó salvación. Y se me revuelve la culpa con la tristeza, con el recuerdo de gente que hace tiempo no paseaba por mi memoria pero que ahora pienso deseando que esté salva.

Ando con el corazón apachurrado: ser migrante es triste cuando quieres estar en tu país y no estás. No es patrioterismo. Es que esos lugares que amas viven en ti, aunque estén devastados. Y esta es una terrible, lejana, soledad.

Seis días después del terremoto en México, Jujuy, Argentina.

domingo, 17 de marzo de 2013

Quizá

23 semanas.

Quizá cuando te tenga en mis brazos, y te llene la cara de besos, y te enseñe a atarte las cintas de los tenis y a pintarte las uñas, y te dé a probar por primera vez el dulce de leche y mires por primera vez la lluvia, y caminemos juntas tomándonos las manos, y cantemos canciones de los Beatles, y me ayudes a hacer galletas, y te lea cuentos hasta que te quedes dormida, pensaré, un poquito con nostalgia, un poquito con alegría, en este tiempo que te tengo más cerca que mi piel, en la forma en que te mueves cuando me escuchas hablarte, en el nido que te has hecho dentro de mí, en el preparar tu llegada, en las ganas que tengo de verte, y hacer todas esas cosas que haremos juntas. Y es que también esperarte, aunque ya me come la impaciencia, es una delicia.

miércoles, 6 de marzo de 2013

Un día bonito





¡Tuvimos un día tan bonito! Caminamos hasta el centro tarareando una canción, por ese camino que llega hasta un parque desde el que se puede ver toda la ciudad. A mi mamá le gusta ese camino porque podemos escuchar el canto de los pajaritos y huele a flores. A mi mamá le gusta Jujuy porque hay muchos árboles y es verde, verde. Es bonito. ¡Ya quiero verlo! Había un lindo sol, y caminamos un rato en las tiendas: sábanas, almohaditas, lámparas y conejitas. Luego nos comimos un helado: ¡coco y chocolate! Nos sentamos en la peatonal un ratito, y mi mamá sintió mis pataditas. ¡Ya sabe que le contesto cuando la escucho llamarme “Conejita”! Después, mi mamá me compró mis primeros zapatos: son tan lindos, ¡ya quiero estrenarlos! Fue un día tan bonito. Mi mamá dice que la vida es así: días bonitos que pasan tranquilos, caminando bajo el sol.

miércoles, 20 de febrero de 2013

La mitad

Amelia, de 19 semanas.

Dice mi mamá que ya falta la mitad. Los días pasan tranquilos. Sigo siendo pequeña, muy pequeña, pero igual mi mamá y yo ya no cabemos en sus pantalones. Muevo mis manitas y estiro mis patitas y ya soy suficientemente grande para que mi mamá sienta cosas raras. Mis huesos se sienten más firmes y ya tengo cejas y uñitas. Mi mamá me canta y escuchamos música, y también duerme mucho. También toca el violín y me pregunta que si me gusta, y sí me gusta. A veces vamos a caminar o hacemos yoga y nos estiramos. También escucho la voz de mi papá y cómo hace reír a mi mamá. Me gusta escuchar sus risas. Escucho toda clase de cosas desde aquí, como el corazón de mi mamá y los ruiditos de sus tripas. Ya falta sólo la mitad. Ya quiero conocer a mi mamá y a mi papá.

sábado, 4 de febrero de 2012

Epílogo: el viaje de vuelta

Ningún viaje está terminado, sino hasta que vuelves a donde empezaste, aunque en realidad no sea el mismo lugar de donde te fuiste (mi habitación ahora me parece ajena). Además, tengo que aprovechar el jetlag y su golpe de inspiración, y debería contarles la aventura del viaje de vuelta a México, porque para variar, las historias de Rubén y mías siempre acaban llenas de anécdotas.

Reservamos el viaje de vuelta con Despegar.com. No lo recomiendo nada. Mi primer vuelo salía de Salta a las 11:55, así que nos despertamos muy temprano para estar unas dos horas antes y no andar correteando por el aeropuerto con todo el equipaje, el cual merecería por sí sólo una entrada llena de historias, pero ya le tocará su turno en este post. Además, el Pinche Rubén siempre se pierde en Salta, así que tomamos la precaución de tener tiempo para eso también. Pero Rubén no se perdió y nos las arreglamos para llegar con muchísimo tiempo de anticipación.

Decía que no recomiendo a la citada, y de ahora en adelante innombrable, agencia de viajes, porque cuando llegué a hacer el check in, la chica del mostrador me miró consternada: cuatro días antes, la aerolínea avisó a la agencia que el vuelo se cancelaba, y me habían acomodado en el vuelo de las 9:35, mismo que había perdido. Aunque yo no había sido notificada y la aerolínea no debería hacerse responsable de las cagadas de la agencia, ella logró acomodarme en el vuelo de las 15:25, así que volvimos al auto con todo el equipaje, luego de que llamé a la agencia y maldije en buen mexicano a unas cuatro o cinco personas, porque no lograban comunicarme con quien me pudiera dar razón de nada.

A fin de cuentas, no era tan grave: tuvimos algunas horas más para estar juntos y platicar. Pero con todo y eso, a mí me fue inevitable llorar y llorar mientras hacía la fila para abordar. Y así, como magdalena, lloré y lloré: la azafata me preguntó si podía hacer algo por mí y pues, no, no podía, así que yo seguí chillona las dos horas de vuelo a Buenos Aires.

Ya en Aeroparque, las maletas tardaron unos veinte o veinticinco minutos en salir, y tuve que esperar entre empujones, puteadas en buen argentino, y niños chillones, como corresponde. Tomé un taxi desde la terminal hasta un hotelito donde pasaría la noche, y, miren ustedes, tuve la suerte de encontrarme con un taxista buenísimo, que me sirvió de terapeuta, como siempre hacen los buenos taxistas. Le conté un breve resumen de mi historia con Rubén, y estaba emocionadísimo. Hasta me dijo que cuando volviera a Buenos Aires, o bien cuando Rubén estuviera ahí, le llamáramos para que él nos llevara y trajera a donde fuera. (Si alguien quiere el número de mi taxista bonarense, deje su mail en los comentarios de este post, a él sí lo recomiendo).

En el hotel, esperaba poder ver a mi amiga @mariana_aran, pero ya no se pudo: la ciudad estaba bajo una tormenta fenomenal, había calles inundadas y pasaban cosas horribles por la lluvia. Yo de todas maneras me aventuré a salir a buscar algo que cenar y una caja de alfajores para mi abuela, pero para mi mala suerte todo estaba cerrado. Tenía hambre, estaba mojada como perro callejero, y lloriqueaba mientras caminaba. En ese momento, Buenos Aires me pareció horrible, pero supongo que sólo se debió a que nos conocimos en un mal momento. Volví al hotel, me pedí una pizza y una botella de vino, y me puse a platicar con @oh_Rima por Whatsapp (recomendadísimo) hasta que pude hablar con Rubén por Skype (que también recomiendo), hasta que me quedé dormida.

La mañana siguiente me levanté muy temprano para darme un baño y meter todo de vuelta a las maletas. Me quedaba una hora antes de que mi taxista bonarense pasara a recogerme, así que me aventuré a buscar lo único que tenía cerca para conocer: la Plaza de Mayo. Como buena chilanga, caminé y caminé como si supiera a dónde iba, y luego de algunas cuadras que caminé sintiendo que esas calles estrechas y esos edificios altísimos iban a tragarme, divisé un costado de la Casa Rosada. Se me fue el aliento, y para sorpresa de algunas personas que estaban de pie en la calle esperando qué sé yo qué, mi mandíbula cayó al piso luego de que solté un sonoro y emocionado ¡ah! Tomé un par de fotos, le di la vuelta en silencio al obelisco y me volví al hotel.

Mi taxista llegó por mí, y me llevó a Ezeiza, donde había un bloqueo de la gente del catering del aeropuerto, por lo que sólo había un carril de acceso y una fila de un kilómetro de largo para entrar. La de buenas es que mi cuñada @sil_ochoa me avisó y mi taxista previó eso, y llegué con buen tiempo para etiquetar mis maletas, luego de un trámite con la oficina de migración porque me excedí en el tiempo de estancia y debía pagar 300 pesotes. Ya lista para pasar a la sala de abordar, pensé que me sobraba un montón de dinero argentino, y por una muy mala decisión en materia de políticas de promoción al turismo, es imposible hacer nada con él, a menos que te lo gastes en Argentina. La cosa es que la venta y compra de dólares está restringida para ciudadanos, así que algo tenía que hacer con ese dinero. Traté de depositárselo a Rubén, pero no había bancos cerca; traté de mandarle un giro postal, pero la oficina de correos no tenía sistema, y traté de gastarlo en el Dutty Free, pero sólo se me ocurrió comprar una caja más de alfajores Havana (que muy recomiendo), porque además de que no tenía ánimo de nada, llevaba tantísimo equipaje que no sabía si lograría llegar con todo a mi casa.

El vuelo de Buenos Aires a Ciudad de México fue largo y aburrido. Para nada recomiendo viajar de día en vuelos tan largos. Salimos a las 12:55 hora de Argentina, y llegamos a México a las 21:30 hora local. Además del aburrimiento y el dolor de cintura, el avión iba lleno de chamacos, y lo único peor que eso son los padres de los chamacos que todo el vuelo quieren que se sienten, que no se sienten, que coman, que no coman, que se callen, que hablen, que brinquen, que se estén quietos y así. No recomiendo para nada a los padres histéricos, por cierto.

Sabes que estás en México cuando alguien quiere chingarte y efectivamente lo hace: junto a la banda cinco, donde esperaba mis maletas, un señor se ofrecía amablemente a cambiarte billetes por monedas de diez pesos para sacar un carrito de maletas. Le di el único billete de veinte pesos mexicanos que tenía, me dio mi carrito, y desapareció entre un montón de gente con mis diez pesos, el muy infeliz. Luego de media hora, entre que esperaba mis maletas y pasaba la aduana, salí de ahí a buscar el mostrador de Aeroméxico, para ver si era posible cambiar el vuelo a Monterrey para un día después. Y sí se podía, por la módica suma de 230 dólares. Como no aceptaban pesos argentinos, mejor me fui con mis 50 kilos de equipaje a tomar un taxi que me llevara a pasar la noche a casa de mi abuela, a dónde llegué a las 23:00.

Tuve que deshacer las maletas para encontrar las cosas que había llevado para mi abuela y mi familia en la Ciudad de México. Por supuesto, mi abuela se las arregló para darme una maleta extra de cosas que iba a mandar para Monterrey. Así que con bastantes kilos de equipaje más, mi taxista chilango (que también recomiendo porque sirvió de terapeuta y de quien también tengo el teléfono, si a alguien le sirve), pasó por mí a las 5:45 y me llevó de vuelta a la Terminal 2. Luego de etiquetar las maletas, pasé por tres casas de cambio que no manejan pesos argentinos, y resignada, pasé a la sala de abordar a esperar el último vuelo.

Lo único interesante de ese último tramo fue que el avión iba a Las Vegas y sólo hacía escala en Monterrey, y estuve tentada a mandarle un mensaje al Pinche Rubén: le iba a decir que me seguía a Las Vegas, trabajaría unos meses haciendo camas en el Luxor, y cuando juntara, le iba a mandar para que me alcanzara, nos casaría Elvis en La Capilla del Amor y él podría perder todos mis dólares jugando Texas Hold’em. Pero sólo me quedé con las ganas: sí me bajé en Monterrey, donde me esperaba mi ansiosa madre, mi silencioso padre y mi gruñuelo hermano menor, e hicimos el último tramo de viaje desde el aeropuerto hasta mi casa, una media hora en auto.

Me di cuenta de que mi exceso de equipaje se debía a que Rubén había estado comprándole un montón de cosas a mi madre, porque cuando llegué a vaciar las maletas, la mayor parte de las cosas eran para ella. ¡Ja! Y ella usó mi habitación de bodega, y ahora hay un desastre que me resisto a limpiar. Muy mal. Me dio de comer enchiladas y nopales y aunque lo agradeció mi paladar, todavía esta mañana tengo la barriga hinchada y adolorida por la comida.

Todavía me parece irreal todo este viaje, desde que salí de mi casa en Jujuy (esa sí la siento como mi casa), hasta que volví a casa de mis padres en Monterrey. Todavía me siento cansada, adolorida y atolondrada por tantísimos kilómetros recorridos, el peso de las valijas, la tensión de estar corriendo para llegar a tiempo y no perderme, y el estar resolviendo pequeños contratiempos. Con todo, mañana mismo tomaría la maleta para hacer el viaje de vuelta y estar con Rubén otra vez.

Por cierto, lo que también recomiendo es un novio como el mío: todo el tiempo estuvo pendiente de mí, con llamadas o mensajes al celular o a mi correo. Y aunque me pasé buena parte del viaje muy triste por dejarlo, se las arregló para hacerme sentir que no importa la distancia, ni el tiempo: es sólo el primer paso que tenemos que dar para estar juntos el resto de la vida. Espero que nos quede mucha.

miércoles, 1 de febrero de 2012

No es un final

Me es muy difícil lidiar con los finales, porque todos mis finales han sido tristes. Lo que me recuerda el momento más triste de mi vida, hasta ahora. La historia es así: participé en un espectáculo de la escuela, tocando el violín. Había cantantes, bailarines y otros músicos. Hacíamos covers de temas de películas, y como pasa siempre en ese tipo de actividades extracurriculares, le habíamos puesto al espectáculo mucho corazón, independientemente de lo mucho o poco que nos tocó contribuir. Al final de la última función, los parientes y amigos se acercaron a repartir abrazos, besos, flores y felicitaciones. Lo recuerdo especialmente porque a mí en lo particular nadie fue a verme y nadie fue a abrazarme. Empaqué mi violín, y sin mucho qué festejar, me subí a mi coche y me volví a mi casa sola.

Lo que uno aprende de los momentos más tristes es la felicidad: así de irónica es la vida. Y lo duro de la vida es que no lo aprendes en ese momento: tiene que pasar el tiempo para que tengas perspectiva y empiecen a caer los veintes.

De los veintes que me han caído a partir de esa experiencia el más importante es ese: que lo que me hace feliz es compartir. No importa lo bien o lo mal que estés en la vida, siempre que tengas un testigo de que has vivido, puedes soportar lo que sea, bueno, malo o regular.

Quizá por eso lidiar con este final será más fácil. Después de todo, no es un final: se trata tan sólo de puntos suspensivos. Es el “…continuará…” de mis aventuras jujeñas con el Pinche Rubén, a quien amo con locura, por cierto. Y ahora que lo escribo y lo comparto, me parece que no es tan triste, ni es tan difícil, ni es tan definitivo.

Le agradezco a los lectores que han permanecido fieles a nuestro pequeño drama tuitero: han sido muchos meses de muchas emociones y, sobre todo, de muchas risas. Yo todavía no acabo de asimilarlos y sin duda volveré a ellos muchas veces más, a recrearlos en letras o vayan ustedes a saber de qué manera. Por lo pronto quiero dejarles una última anécdota sobre la que he estado reflexionando estos últimos días:

Una mañana, a Rubén se le hacía tarde para irse a trabajar, y me pidió que le planchara una camisa. Nunca, o casi nunca, lo hace, porque puede hacerlo él mismo y no lo hace nada mal. Y sabe que aunque odio planchar, a él le plancho lo que quiera. Aparte del doble sentido, claro está. Total que yo tomé una camisa de su armario, una azul de tantas que tiene del uniforme de donde trabaja, y se la planché. Salió todo apurado y, ¡zaz! ¡Le había planchado una camisa que ya no se pone porque está vieja y desteñida! Me apuré a tratar de remediar mi equivocación, tratando de planchar una camisa nueva, pero lo único que logré fue hacerlo enojar porque, bueno, así de encimosa soy. Luego de algunos gruñidos, planchó otra él mismo y se fue enfadado. En ese momento me enojé muchísimo. ¿Qué cree que soy adivina? ¿A quién se le ocurre guardar una camisa vieja en el armario? ¿Cómo adivinar que no quería que la planchara yo otra vez? ¡Que no la chifle, que es cantada!

Ahorita me da risa, claro. Pero es una historia significativa por tres cosas. La primera es que uno siempre se acerca a la vida pensando que todos piensan igual que uno. YO no guardaría la ropa que ya no me pongo junto con la ropa que uso siempre. Pero esa soy YO, cualquier otra persona podría hacerlo distinto. Y a veces tienes que atravesar un pequeño drama como este, para darte cuenta de cosas tan importantes como esa: YO no soy todo el mundo, y todo el mundo no tiene que ser como YO.

La segunda cosa importante es deshacerse de lo viejo, para que deje de estorbar. No sé cuánto tiempo más estará esa camisa en el armario de Rubén, pero espero que la eche fuera pronto. Creo que si no soltamos las cosas viejas, las cosas que ya no nos sirven, no vamos a tener espacio para las cosas nuevas. Y léase que por cosas, no sólo me refiero a lo material: también las ideas y creencias viejas deben soltarse cuando ya no nos funcionan para ser felices.

La tercera cosa, obvio, es que a veces por tratar de ayudar, estorbamos. Me pasa demasiado seguido y creo que debo aprender a no hacer lo suficiente y un poquito más, sino sólo lo suficiente.

Supongo que con el paso del tiempo, todos estos meses que he estado viviendo y conviviendo con Rubén me darán luz sobre esas ideas y creencias viejas que debo soltar. Por lo pronto puedo decir que ahora me parece que el amor es algo muy distinto a lo que yo pensaba. Y es mejor. Y para seguir siendo fiel a mí misma, tengo que dejarles por escrito esta última reflexión: sigan a su corazón. No siempre los llevará a donde quieren, pero siempre los llevará a donde necesiten estar, a aprender lo que tienen que aprender, a conocer lo que tienen que conocer y a vivir lo necesario para seguir viviendo.

En Salta, muy enamorados 

Con esto cierro mis aventuras en Jujuy. De lo demás, ya se encargará la vida. Y de alguna otra manera, Rubén y yo seguiremos inventando nuestra historia, que es la mejor historia de amor, sólo porque es nuestra.

martes, 20 de diciembre de 2011

Jujuy

Si la ciudad de Jujuy fuera una palabra, esa palabra, para mí al menos, sería “detenimiento”.

Vamos a ver:

Nací en una ciudad, la ciudad de México, que tiene aproximadamente nueve millones de habitantes. Toda mi vida he vivido en ciudades enormes, llenas de gente que se mueve a ritmos frenéticos y tiene rutinas infames. Estoy acostumbrada a hacer más de media hora de traslado a donde quiera que vaya, a que haya un café, bar o restaurante abiertos a cualquier hora del día, a ir a conciertos masivos y no tan masivos, a caminar museos, a pasar horas recorriendo centros comerciales, a tener siempre alguien con quién salir a echar el café y el chisme, a tener una tiendita 24/7 siempre a mano por si acaso se me antoja algo, a hacer, vaya, con pies y manos, el día entero.

Un día común, la mayor parte de mi vida adulta, consistía en salir de mi casa, bañada, arreglada y entaconada, antes del amanecer. Manejar una hora al trabajo, trabajar (lo cual, en mi área, consistía en el corre-corre de hacer llamadas, escribir memorandos, hablar con gente, tener miles de juntas y así), salir, ir a hacer ejercicio, salir a tomar un café con amigos, regresar, hablar por teléfono un par de horas más, leer y escribir antes de dormir y volver a empezar. Quedarme en casa y hacer nada era para días excepcionales, salvo por el hecho de que nada siempre estaba lleno de cosas qué hacer como ver películas, leer, escribir, hacer música, hablar por teléfono, cambiar los muebles de lugar y cosas así.

Es decir: no sé estarme quieta. ¿Me explico?

De pronto me encuentro aquí, en Jujuy, una provincia del norte argentino, en una ciudad que lleva el mismo nombre y que tiene casi –y nada más- 300 mil habitantes. Encontrar algo abierto entre las 12 pm y las 5 pm es prácticamente un triunfo, y puedo decir que a las tres de la tarde es la hora mágica porque no hay nada ni nadie en la calle: parece que hasta los perros salen de escena y la ciudad queda vacía. En el centro, hay un mall pequeño, y tiendas que, como dije, cierran a medio día. Hay un par de cafés, unos supermercados pequeñitos, algunas iglesias que sólo he visto abiertas en domingo, un pequeño tianguis de artesanías, algunos museos y listo. No hay mucho más. Todavía me pierdo en la ciudad, pero no es nada que caminar o preguntar no puedan remediar.

Por otra parte, no tengo un trabajo por mi calidad de “mientras”, y aunque ocupo cierto tiempo en hacer lo que hago en mi “trabajo” (leer y escribir una tesis doctoral), no tengo mucho más. No conozco a nadie fuera de mi cuñada Sil y mis suegros (que por otra parte son un verdadero encanto), y las tres horas de diferencia que hay con México hacen que hablar por teléfono, una de mis actividades favoritas, sea realmente complicada. Además, estar de paso no me inspira a buscar algo más que hacer que lo que hago, que es básicamente ser un ama de casa, lo cual ocurrió un poco sin querer queriendo.

En suma, para los estándares a los que estoy acostumbrada, estoy frita.

Jujuy me invita al detenimiento, a detener mi vida de acelere, y por eso, este es un paréntesis interesantísimo, la verdad. Tener tiempo de caminar sin correr, de mirar atentamente, de escuchar, de observar, de hacer nada sin la culpa de dejar de hacer todo lo que según esto tendría que hacer, no me caen nada mal. Aunque debo confesar que extraño el acelere, el corre-corre, las compras de pánico en los centros comerciales (sobre todo en esta época), el salir a tomar café con mis amigos, el tener semanas y semanas con la agenda llena de compromisos. Pero por lo pronto, disfruto mucho este mientras de actividades domésticas y hogareñas. No está mal, de vez en cuando en la vida, tener la vida que nunca imaginamos que podríamos tener. Seguro que tengo mucha suerte.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Vivir contigo no es fácil

“Hay que amar a los hombres como son.
No es fácil, pero sólo amar a un pendejo es fácil”.
María Félix


¿Qué tanto puede cambiar tu vida en cuatro meses?

Mucho.

Rubén y yo nos conocimos hace poco más de cuatro meses. Decir que nos conocimos es un decir: más correctamente sería decir que comenzamos a interactuar hace unos cuatro meses. Unos dos meses y medio después lo vi por primera vez en el aeropuerto de Salta, y antes de decirle siquiera “hola”, le di el beso de mi vida. Fue entonces cuando empezamos a vivir juntos.

Por muy romántica que sea la idea, aunque en los hechos lo es, nos saltamos la parte más tradicional de cualquier relación. Sin duda la circunstancia de estar tan lejos lo exigía así, y por otra parte no creo que haya fórmulas para esto del amor. Pero lo que sí es cierto es queRubén y yo nunca fuimos novios. O sea, nunca supe lo que es que me llame para invitarme a cenar, que venga por mí a mi casa, que se despida de mí en la puerta con un beso largo, que me llame al otro día. Nunca sabré, tampoco, lo que es pelearme con él, cerrarle la puerta en la cara, hacernos del rogar un par de días y luego arreglar todo tomando un café. Esa parte de tener una cita y salir como la gente “normal”, sencillamente nos la saltamos.

En lugar de eso, fuimos directamente a la parte en que vivimos juntos. Podemos salir a pasear o algo, pero horas después estamos de vuelta en nuestra realidad doméstica. Y sí, yo sé que no es fácil vivir conmigo, lo sé porque he lidiado conmigo toda mi vida, pero, sépanlo, vivir con él no es un día de campo tampoco. No digo que sea malo o bueno, sencillamente es difícil acomodar las expectativas a la realidad.

Por ejemplo, toda mi vida he dormido con las luces apagadas, en completo silencio y con la puerta cerrada. Lo contrario me dificulta conciliar el sueño. Y el Pinche Rubén suele dejar, lo menos, una luz encendida. Un día, esa luz era la del baño, y, ¡ocurrente yo!, entré y cerré la puerta, y cuando volví a la cama, me llevé la regañiza de mi vida porque casi le da un infarto al despertar y ver todo apagado. ¡Pfff!

Tampoco es muy dado al orden. Vaya, no soy tampoco la más ordenada de la vida, pero hay cosas que no soporto: la cama destendida y los platos sucios, por ejemplo. No hablaré de los platos porque ya todos sabemos que es el talón de Aquiles de Rubén, pero lo de la cama… bueno, no lo he visto hacer ni el intento de tenderla ni una vez.

Como sé que no soy ordenada, trato de no desordenar. Si saco algo de la alacena, vuelvo a meterlo enseguida, para no tropezarme con eso una y otra vez. Rubén no. Puede vaciar la alacena buscando un paquete de pasta y dejar todo fuera hasta que por alguna razón necesita volverlo a guardar, lo cual puede ocurrir entre el día siguiente y nunca, por ejemplo. Y tampoco es que ande yo, como diría mi madre, “alzándole la cola” todo el día, pero sí paso un buen rato recogiendo el desastre que, invariablemente, deja a su paso.

Yo soy muy de llenar mis vacíos. Suelo tener las paredes llenas de fotos, de cuadros, de cosas, porque me gusta mirar a la nada mirando algo. Rubén no. En las paredes hay telarañas y ya, y si tiene cortinas es porque su madre insistió en que era una buena idea tenerlas. Así que me paso buscando cositas que poner aquí y allá para tener algo qué mirar. Hasta cambié la cama de lugar para poder mirar por la ventana, aunque sea, el árbol de aguacates, el gato que pasea por la barda, y el avechucho de pecho naranja que se pasa el día gritando con entusiasmo algo que suena a “¡qué me ves!”.

En fin. Vivir con Rubén no es fácil. Pero en el fondo creo que vivir con alguien, con cualquiera, no es sencillo. Alcanzo a vislumbrar que la clave es comprender que el Pinche Rubén nunca va a ordenar de inmediato todo lo que usa, jamás lavará los platos sino hasta que no tenga otro remedio, ni le va ni le viene si hay algo en las paredes y, definitivamente, no podrá dormir, jamás, con la luz apagada. Y, hasta ahora, creo que sí me da el amor para poder vivir con eso.

viernes, 2 de diciembre de 2011

Vivir conmigo no es fácil

Vivir conmigo no es fácil. Y no es que me haya dado cuenta de pronto: la verdad es que llevo años observándome. Vaya, no es tampoco que me esté observando todo el tiempo: cualquiera sabe que no se puede actuar y analizar al mismo tiempo, y por esa razón es importante observarse a uno mismo a través de la gente que comparte nuestros tiempos y espacios.

Pues bien, lo que yo he podido observar con cierto detenimiento son mis incongruencias. Tampoco es que todo el mundo sea tan coherente como teorema matemático. Antes al contrario: toda la gente, sin excepción alguna, es así. Dice una cosa y en los hechos hace otra muy distinta. Quizá lo que nos permite vivir con nosotros mismos es justamente que no nos percatamos de esa incongruencia y vivimos en la dulce creencia de que el ser y el decir-que-soy son una y la misma cosa.

Por ejemplo, llevaba apenas un par de días viviendo con Rubén, y antes de salir para irse a trabajar, me dejó dinero “para lo que necesites”. Antes del café y con un poco de jetlag, no pude hacer más que tomarlo y decir “gracias”. Mi feminazi interior, cuando tuvo su dosis necesaria de cafeína, se retorció por dentro. “¿Cómo? Pero, ¿cómo se te ocurre recibirle dinero?”, así, toda ofendida y verde del coraje. Claro: mi educación postmoderna rayana en el feminismo talibán tenía ganas de darme con una regla de madera en las manos por recibirle dinero a un hombre. ¡A un hombre! ¡Tú, que estás acostumbrada a financiar “lo que necesites”! Igual tomé el dinero y me fui al súper y como si fuera mi abuela (que nunca trabajó más que en su casa), compré víveres y otras cosas para preparar en la semana.

¡Qué incongruencia! Claro. Me veo ahora, semanas después, y aunque en el fondo no es lo mismo, es exactamente la misma situación que vivió mi abuela y mi madre después de ella: estoy en casa de mi otro significativo, me da dinero, compro víveres, le hago la comida, tiendo la cama, me aseguro de que las cosas estén más o menos en su lugar (o en donde yo me imagino que deberían estar), lo recibo por las tardes y le doy de cenar. Si tengo suerte, él lava los platos (últimamente le ha entrado la rebeldía y no lo hace), se plancha sus propias camisas y barre.

Me doy cuenta de que digo que en el fondo no es lo mismo, pero lo es. De alguna extraña manera, aunque tengo muchos más años de escuela y he trabajado más años que mi madre y mi abuela juntas, es exactamente lo mismo. Me vienen a la mente no sé cuántas páginas que he leído y reflexionado sobre el papel de la mujer en la sociedad, todo lo que, en teoría, ha cambiado, la cantidad de mujeres que optan por estilos de vida no tradicionales, mis propias amigas que, aún casadas, no levantan ni su ropa sucia, y sólo puedo concluir que me da exactamente lo mismo lo que diga la teoría. A fin de cuentas, uno busca su propia felicidad, y si la encuentra en cosas tradicionales, qué bueno, ¿no?

Me pregunto si sólo me lo digo para justificar inconscientemente mi circunstancia actual, la cual, de más está decirlo, sí me hace muy feliz. Aunque mi feminazi interior se retuerza de coraje.

Otro ejemplo que pensaba es cuánto me molesta que me chiflen los hombres en la calle. Vaya, no sólo que me chiflen: que me griten cosas, o que me miren como si fuera un apetecible pedazo de carne fresca. Es molesto, porque me siento una cosa linda que podría muy bien estar en un aparador. Lo aborrezco. Pero, por supuesto, el día que se me ocurre salir sin bañar, en fachas, sin gota de maquillaje y con las lagañas todavía en los ojos, y nadie me voltea a ver, como que mi ego sufre poquito. Por supuesto es una incongruencia. O sea, ¿te gusta o no que te chiflen? Pues no me gusta, pero me da la certeza, al menos, de que me veo bien. Y puedo racionalizar todo lo que quiera, justificarlo como más me guste, pero el hecho es que sí me choca que me griten cosas en la calle, pero me doy cuenta cuando no lo hacen.

Otra cosa son, por ejemplo, los gritos. Me choca la gente que grita, sobre todo cuando los gritos son furiosos y más que otra cosa son catarsis para no-sé-qué trauma o problema psicológico. Pero el otro día iba caminando con Rubén y le contesté a gritos. Fue sin querer, la verdad. Y claro, cuando me dice que “la conversación es entre Rubén y Nadia, y no entre todo Jujuy, y Rubén y Nadia”, me doy cuenta de que sí, en efecto, hablo a gritos. Mucho. Soy escandalosa, como dice él. Y entonces ya no sé si de verdad lo encuentro molesto o si sólo me digo eso porque me molesta que los gritos de otros no dejen que se escuche lo que yo, a gritos, quiero decir.

Podría seguir ilustrando, querido lector, las incongruencias de las que me percato en mí misma: que me gustan las cosas claras pero me cuesta mucho decirlas, que me choca el drama pero contribuyo bastante a hacerlo, que odio el desorden pero mis cajones son un desastre, que quiero que me entiendan pero me niego a entender (este es típico, creo, de la especie humana), me choca la gente incongruente, pero así soy, y así.

En suma, vivir conmigo no es fácil. Él también tiene lo suyo (y vaya que lo tiene), pero aún así, le deberíamos dar un premio o algo al Pinche Rubén, por aguantarme.

viernes, 25 de noviembre de 2011

No es lo mismo comer que tirarse con los platos

Suele decirse que a una le cuentan el cuento de hadas hasta “vivieron felices para siempre”, y lo que hay después, oculto tras una bruma rayana en el espanto, queda por descubrirse con sorpresa, susto y, algunas veces, horror. La verdad es que, dependiendo de qué tanta disponibilidad tenga una para reírse de una misma, ahí donde acaba el cuento de hadas puede que empiece una entretenida serie de humor y drama que, en general, hacen de la vida algo extremadamente disfrutable.

Tendría que aclararle al lector que apenas (y es un apenas muy relativo, como todo), llevo un mes, más o menos, viviendo con Rubén. Quizá lo que le añade emoción a nuestra novela involuntaria es que nos conocimos por Twitter y pese a los 7000 kilómetros que hay entre Jujuy y Monterrey, nos enamoramos. Un buen día agarré mis chivas y me vine a ponerle textura a una voz y a un rostro que había llegado a amar, con la sanísima intención de enamorarme más, desengañarme o algo. Luego de una semana, Rubén se tomó tres de vacaciones, y hemos estado juntos prácticamente 24 horas durante 21 días, lo que para él, según me cuenta, es un récord personal, considerando que sigo aquí y no tengo ganas de sacarle los ojos con una cuchara.

También debería saber, querido lector, que él tiene más kilometraje que yo, aunque apenas me lleva dos años: él ya estuvo casado antes y yo nunca había vivido con alguien ajeno a mi familia. Además, a querer y no, estamos en su territorio, en su país, en su casa, y yo aquí estoy lo más lejos de donde tengo enterrado el ombligo, con todo lo que ello significa: ni familia, ni amigos, ni idea de pequeñas diferencias culturales que ya he comentado antes pero que, si no las tomara con humor, probablemente me habrían llevado de vuelta a mi casa hace muchísimos días.

En suma: de pronto me encontré viviendo con alguien que ya llevaba algún tiempo viviendo solo, pero que, al menos, ya sabe qué es lo que no le gusta de la convivencia. Como todo soltero, pero más bien como cualquier otro mamífero en realidad, él hacía lo que le funcionaba: nunca lavaba platos porque casi nunca los ensuciaba; la ropa sucia iba organizada en montoncitos en el suelo; el refrigerador estaba prácticamente vacío; no tenía una sola olla con tapa; la cama permanecía, la mayor parte del tiempo, sin sábanas. Cosas así.

Se me ocurre explicarlo de este modo: llegar de pronto, con dos maletas, a invadir el espacio de alguien que probablemente no se imaginaba que las cosas podían salir bien (si a nuestra pequeña felicidad doméstica se le puede dar ese calificativo), es algo así como interrumpir al solista de un concierto para violín para decirle que nosotros podríamos afinarle el instrumento, si quiere, entre un movimiento y otro. Vaya: el verbo “interrumpir” parece que lo dice todo.

Ignoro, de verdad, que tanto he interrumpido a Rubén, pero al menos la cama tiene sábanas, el refri tiene comida y tenemos un cesto de ropa sucia. Y considerando que no estoy escribiendo esto con todas mis chivas apiladas en algún aeropuerto de Argentina esperando un vuelo de vuelta a mi casa, podemos decir que la interrupción no ha sido, hasta ahora, tan terrible que él esté irremediablemente desilusionado.

Quizá el gran tema de nuestra convivencia, hasta ahora, es el de los platos.

Uno de los acuerdos es que Rubén los lava. Yo los ensucio alegremente (se me da eso de la cocina, y al menos se come todo lo que le doy), y él los lava. Y la verdad es que yo ensucio platos que da miedo y él odia cordialmente lavarlos, y aunque a veces puede estar horas dando vueltas por la casa con la intención de lavarlos pero sin ganas, a fin de cuentas los lava. A veces la conversación es así:

-Mi amor, ¿qué hacés?-, me dice él.
-Leo, mientras espero que laves los platos.

Luego de eso viene una larga diatriba que seguro se incluye en el manual de inducción de todos los hombres que se involucran en una relación, y en donde figuran las cosas que le advertía su madre sobre las mujeres, lo iguales que somos todas, luego pasa por el “¡qué bruja que sos!”, pero que siempre acaba con el Pinche Rubén lavando los platos.

Usted podría pensar, querido lector, que tener al menos unas 500 horas de vuelo juntos no es para nada una muestra de lo que es la vida en pareja. Pero tal vez sí. Yo, la verdad, lo ignoro, pero mientras, sigo ensuciando platos y riéndome muchísimo más de lo que sufro la falta de chiles y tortillas, y sigo enamorada como una idiota que se enamora todos los días un poquito más. Y mientras le guste lo que le cocino, parece que él seguirá lavando los platos.

sábado, 19 de noviembre de 2011

La verdad sobre salir con un poetuitero

Yo las he visto, suspirando por ese tuitero que escribe versos rebonitos y con sus palabras construye el castillo en el que se sienten la princesa a punto de ser rescatada a fuerza de versos y palabras lindas. Pues bien: sepan que el león nunca es como lo pintan y que, si acaso la fortuna les sonríe con la oportunidad de ligarse en la realidad a ese poetuitero de las letras lindas, deben estar preparadas para lo que sea. Y cuando digo lo que sea, no es eufemismo: es neta.

Lo que siempre será cierto, en este mundo incierto, es que las palabras románticas tienen ese efecto somnífero sobre la razón, y en especial sobre lo razonable, y una lee cosas como esta:



y no puede menos que sentir que le brinca el corazón. Y más si no sólo lee, sino que sabe que le escribieron a una algo como esto:



Y, claro, una vez dormidas la razón y el buen juicio, cae a los pies del poetuitero porque él dice que una ha inspirado palabras como estas:



Por cosas así, yo no me enamoré: me enamoraron.

Y, ¡oh, sorpresa! Algunos meses y varios miles de kilómetros después, aquí estoy con el poetuitero en cuestión, observando atentamente que la realidad, en realidad, suele ser un poco menos romántica de lo que uno se imagina, sin dejar por ello de ser intensa e interesante y bastante más divertida.

Por ejemplo, el otro día caminaba con el Pinche Rubén, y empezó a llover. Y me dice “¡Cómo me gusta caminar bajo la lluvia! Pero soltame, que si te caes nos caemos los dos”. Es decir, en ese minuto todo lo romántico que podía tener caminar bajo la lluvia, se diluyó. O como el otro día que lo abracé mientras lavaba los platos y me dijo: “mi amor, yo te amo pero si dejo caer los platos va a ser por mi culpa y te voy a echar la culpa a ti”. O aún, en medio de un intento de abrazo apasionado, que te digan “Ay, me asfixio, basta por favor”, no es ni exacta ni remotamente lo más romántico que podrías escuchar. Ni hablar.

Más aún, ese tuitero apasionado de palabras rosas y frases bonitas que me embobaba, tuvo la ocurrencia de decirme: “quiero que te quedes conmigo, ¿sí o no?”, en un tono de ultimátum que acabó con toda fantasía romántica que pudiera haber tenido. “Ay, Rubén, pero es que antes me escribías cosas tan cursis”, le dije. “Pero es que eso escribo, y para qué te escribo ahora si te tengo aquí. ¿Qué no ves en mi ojos que te amo cada vez que te miro?”, me respondió, y pues, nada, que aunque mi sentido común me quiere decir que tiene razón, mi vena poética sufre poquito.

Vaya: no quiero decir que estoy decepcionada. Para nada. Así como no le cambiaría una coma a nuestra historia, no le cambiaría tampoco las cosas cotidianas que he podido aprender de verle todos los días (que ronca como un león, hace una maña tremenda para limpiar, que se puede pasar horas embobado mirando películas, que se burla de mi risa, que le gusta comer pero no tirarse con los platos, literalmente, y otras muchas pequeñeces que hacen de él la persona única y fabulosa que me enamora todos los días). Quizá mi naturaleza felina hace que sus comportamientos tan contradictorios sean la mar de interesantes. Y ese tipo de contradicciones son las que hacen que me enamore, ahora de otra manera y quizá con otro sentido. O sea que no es igual, pero es lo mismo. Al menos me hace reír mucho y cualquier mujer sabe que una siempre ama al hombre capaz de hacerla reír. Y sí.

sábado, 12 de noviembre de 2011

De viaje

Compartir vida y espacio con otra persona no es nada fácil. El grado de dificultad aumenta cuando el otro significativo es de una cultura ajena a la propia: choque cultural le llaman, creo. Pero a veces la cuestión tiene poco que ver con el choque cultural y más bien es inherente a ser-con-otro el que la vida pase jocosamente por encima de uno.

Mi otro significativo (Rubén, o Pinche Rubén como le digo de cariño), salimos a hacer un viaje corto al norte de la provincia de Jujuy, a visitar un par de pueblitos de La Quebrada. Tomamos el camión desde San Salvador hacia Tilcara, y luego de un par de horas de sudar en equipo con otras cuarenta personas que sufrimos la falta de aire acondicionado, llegamos. Compramos una tortilla en la calle para entretener la tripa y caminamos al lado de un perro (¡cabrón perro!) que insistía en saltar y saltar frente a mí para robarme la tortilla, que no es exactamente una tortilla como las que en México son el pan de cada día, pero se parece bastante y la verdad, estaba deliciosa, o tanta hambre tenía que así me pareció.

Sudados y cansados, seguimos caminando hasta la plaza (y suena largo el “hasta la plaza”, pero de la terminal de autobuses a la plaza no hay más de seis o siete cuadras, mismas que recorrimos unas veinte veces mientras estuvimos ahí) a esperar a que la hermana de Rubén le respondiera un SMS porque, ¡claro!, no apuntó la dirección del hotelito donde hizo la reservación. Tan fácil que era llamar de nuevo al hotel y preguntar en dónde estaba, ¿no? Pues sí, así que se lo dije y un ratito después ya estábamos instalados en una cabañita pequeña y bonita de dos plantas y con un baño con tina que me hizo ojitos desde que lo vi (¡Dios bendiga los baños en tina!).

Al rato nos fuimos a cenar. Más exactamente, a buscar dónde cenar, porque ser vegetariana parece que es exiliarse de la humanidad, al menos en esta parte del mundo en que lo mismo comen res, conejo o llama (dos días después, Rubén se comió una cazuela de llama y el muy ingrato dijo “sabe a que murió mirando los cerros en los que nació”, ¡Pinche Rubén!). Pizza y ensalada sería, ni hablar. Eso más una cerveza. Nos sentamos en un espacio al aire libre del restaurante y vimos desfilar no sé cuántos franceses que al parecer también encontraron interesante pasearse por Tilcara en temporada baja. Había franceses y porteños que nos miraban raro. Vaya, no es tampoco que seamos un espectáculo a la vista, lo que pasa es que el Pinche Rubén se la pasa haciéndome reír y tengo una risa tan poco discreta que los porteños le preguntaron de dónde éramos, y tan contagioso tengo el “pinche” que pensaron que él también era mexicano. La conclusión obvia es que los mexicanos somos escandalosos: un desmadre, que le dicen.

El día siguiente le conseguimos a Rubén un sombrero para que no anduviera despeinado y luego hicimos la caminata a Pucara, una ciudad ocupada por los Incas hace unos 700 años y que ha sido reconstruida por arqueólogos y que nos deja con muchas dudas respecto a la precisión de éstos a la hora de interpretar ruinas. Luego de subir y subir y caminar de aquí para allá, entre casas de piedra y cardones gigantescos, llegamos hasta un monumento construido en honor a los arqueólogos que trabajaron en el lugar. Mire usted: ser arqueólogo y hacerse una pirámide para conmemorar su trabajo tiene que ser lo más absurdo de la vida, pero bueno, ahí estábamos, mirando la pirámide, tomando fotos del lugar, cuando de pronto una ráfaga de viento le arrancó el sombrero a Rubén y salió corriendo a perseguirlo. Creo que mi carcajada se escuchó claramente en Tilcara y eso tiene que ser lo mejor de todo el viaje, lástima que por la risa no alcancé a sacarle una foto, ni modo. Y la foto no a mi risa, sino a Rubén correteando su sombrero, aclaro.

Al día siguiente salimos para Purmamarca, otro pueblito de La Quebrada en donde no hay mucho más que un cerro que le llaman De los Siete Colores porque, bueno, tiene siete colores, y según me informan, es la imagen turística de la provincia de Jujuy. Luego de la caminata, volvimos a la plaza central del pueblo que estaba infestada de alemanes y uno que otro sureño despistado. Encontramos donde comer (de nuevo, entre mi vegetarianismo, que empiezo a concebir como una enfermedad, y los horarios de los restaurantes, comer se ha vuelto un poco angustioso) y, ¡oh, sorpresa! La cuenta que Dios me cobra cada mes por ser mujer llegó antes de lo previsto y, nada, me puso de mal humor, lo cual parece la señal que espera el Pinche Rubén para ponerse en modo de joder encantadoramente, lo cual en otra circunstancia sí me parece encantador, pero con cólico menstrual es poco menos que una patada en el trasero. Para avivar mi mal humor, perdimos el camión de vuelta a San Salvador, y tuvimos que esperar una hora más.

Al final, tomamos un taxi compartido que hizo del viaje de vuelta (que dura una hora), el más largo en la historia de los viajes de vuelta: una mujer se subió con nosotros y se instaló en el asiento del copiloto, y no paró de hablar ni para tomar aire hasta que llegamos. Apretados en el asiento de atrás, íbamos Rubén, un tipo con aspecto de hippie rezagado, y en medio de los dos, yo. El hippie rezagado, luego de una siesta breve, no dejó de menearse en el asiento de una forma nerviosa que, junto con el parloteo de la mujer y la música guapachosa del conductor, acabó por ponernos los pelos de punta.

Ignoro si a todo mundo le pasa, o si pasa siempre, o si simplemente estas cosas me ocurren sólo a mí exclusivamente para que venga y se las cuente a ustedes. En cualquier caso, lo mejor de los viajes (cortos, largos o como sean), es llegar a casa y dar un suspiro de alivio y sentir como un triunfo sobre la vida el terminar el viaje.

sábado, 5 de noviembre de 2011

Y no hablamos el mismo español

Hace poco escuché a Johan Galtung decir que las relaciones interculturales son divertidísimas. Él es noruego y está casado con una japonesa. La distancia cultural es abismal, y ciertamente se me ocurren una gran cantidad de disparidades y malentendidos que podrían surgir de una relación así. Sin duda, debe ser divertidísimo, si uno tiene la suficiente seriedad para reírse de uno mismo.

El sentido común podría indicar que la diversión es directamente proporcional a la brecha cultural. Pero también ocurre que el sentido común a veces se queda corto, y la realidad de la vida llega para superar cualquier sarcasmo. Y uno sólo puede sentarse y disfrutar la función.

Sin entrar en mayores detalles de la historia de amor, entérese el lector que he estado compartiendo vida y espacio con un argentino. Soy mexicana, y la propaganda –culpable en gran medida de formar el sentido común-, indica que todos los hispanos estamos hermanados por la lengua, los siglos de historia común, la cultura, y otra larga perorata de lugares comunes que suenan lindísimos en los discursos políticos en los organismos multilaterales, pero que en la realidad del día a día pasan a un lejano segundo plano a la hora de habérselas con una persona que no comparte muchas sutilezas del lenguaje.

¿Qué tan divertido podría ponerse el asunto entre un argentino y una mexicana?

Mucho.

Claro, nos une el lenguaje del amor. Palabras bonitas, tiernas y románticas, las estrellas de tus ojos y te bajaré la luna y así. Pero en el día a día, la cuestión aterriza a los terruños de la realidad doméstica y las discusiones van más o menos así:

-Rubén, no puedo prender el boiler.
-¿El qué?
-El del agua caliente.
-Ah, el calefón. Mirá: vos tenés que abrir la canilla de la pileta de la cocina hasta que se prenda.
-¿Que abra la qué de dónde?

Y así.

Otra cosa es el “che”. Me suena demasiado extraño. El otro día, mi suegra me dijo así, y no supe si era indicativo de cercanía, desprecio o qué. Vaya, entiendo a cuento de qué viene, pero no deja de sonarme raro. Me sonó a que si mi suegra fuera mexicana, me diría “wey”, con el cariño que se lo digo a veces a mis amigas, así que mejor me limité a sonreír con candidez. Claro que ella no tuvo reparo en reír a carcajadas cuando me contó que recibió un SMS de mi parte diciéndole que estaba “levantando la cocina”, porque no entendió a qué me refería y le pareció tremendamente divertido. Vayan a saber ustedes qué se imaginó que estaba haciendo.

Caminar por el súper es también una aventura del lenguaje. De pronto el altavoz pide que no dejes tus cosas personales en el changuito, y yo miro para todos lados esperando ver algo pequeño, peludo y antropomorfo que no sea el chico que despacha zapallitos, los cuales eran totalmente ajenos a mi imaginario culinario hasta que llegué preguntando por calabazas. Resulta que los changuitos son los carritos del súper, un remís es un taxi y Rubén va a trabajar en colectivo y no en camión. Válgame Dios.

A mí me da muchísima risa cuando me dice “qué jodida que sos”, porque la verdad no me queda muy claro de qué me está hablando, y él se ríe igual cuando yo le digo “eres un cabrón”, porque no me entiende que la frase tiene el tono de regaño. Añadirle a todo eso el hecho de que pongo su ropa sucia en el cesto de la ropa sucia y no en la caja de tiliches (creo que él no tiene idea de lo que son los tiliches ni lo poco práctico que resulta echar la ropa sucia a su caja mientras el cesto está vacío), hace de la realidad, aunque sea tan doméstica y, en apariencia, tan cotidiana, una aventura de todos los días.