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lunes, 25 de septiembre de 2017

Ando con el corazón apachurrado

Ando por la calle con el corazón apachurrado: acá, a seis mil kilómetros de distancia, nadie sabe lo que es ver las ruinas del barrio donde naciste. Nadie acá entiende lo que es saber que esos lugares que amé y en los que fui feliz, están destruidos. Ya no son más.

Ando con el corazón apachurrado por la frustración y la impotencia de estar lejos, y al mismo tiempo con el alivio de saber que ese estar lejos significó salvación. Y se me revuelve la culpa con la tristeza, con el recuerdo de gente que hace tiempo no paseaba por mi memoria pero que ahora pienso deseando que esté salva.

Ando con el corazón apachurrado: ser migrante es triste cuando quieres estar en tu país y no estás. No es patrioterismo. Es que esos lugares que amas viven en ti, aunque estén devastados. Y esta es una terrible, lejana, soledad.

Seis días después del terremoto en México, Jujuy, Argentina.

lunes, 28 de agosto de 2017

Querida yo a los cuarenta y ocho años

Querida yo a los cuarenta y ocho años:

¿Qué tal la vida? Espero que te encuentres bien y más que bien, que estés contenta, haciendo algo interesante, que estés ávida de nuevos desafíos (supongo que tener una adolescente en casa lo será, pues para ahora, Amelia habrá cumplido recién 14 años), y que seas feliz.

Te escribo porque se me ocurre que quiero que me recuerdes con cariño. Que te acuerdes que a tus treinta y ocho, todavía no tienes canas, tienes una que otra arruga y en general, tienes un aire feliz. Quiero que pienses en mí con alegría, si bien has tenido un par de momentos duros en los últimos años, no quiero que pienses que tu vida ha sido sufrida o imposible. Difícil sí, como lo es la de todos, pero por lo menos ha sido intensa, divertida, interesante y desafiante. Quiero que te acuerdes de lo mejor: encontrar nuevas amigas, enfrentar nuevos retos, aprender cosas nuevas, disfrutar de formas distintas. Verás, algo que sé de cierto es que la vida no deja nunca de sorprenderte, si la dejas. La novedad está en todas partes si te permites el asombro. Te puede dar mucho miedo, pero es mejor atreverse y hacer las cosas con miedo, que no hacerlas del todo. No sé si en diez años, cuando tú leas esta carta, te va a seguir pareciendo lo mismo. Pero quisiera decirte que pienses en mí no como una persona perdida, sino como una que se está encontrando de formas distintas todos los días. Que me recuerdes no como una mujer angustiada y ansiosa (que a veces soy), sino como una mujer que está dominando sus emociones. Que vuelvas en tu mente a este momento y me veas no como alguien que pudo haber sido, sino como alguien que es todo lo que puede.

Con todo mi corazón, te deseo que la vida te encuentre como me encuentra hoy.

Nadia

martes, 3 de mayo de 2016

Hace veinte años

Hace veinte años tenía diecisiete años, el rostro hermoso, la piel lozana, las manos blancas, los ojos almendrados todavía sin arrugas y sin tantos llantos. Hace veinte años caminaba confiando en que algo bueno pasaría, no me importaba llevar el cabello largo y enredado, ni usaba tacones ni vestidos largos. Hace veinte años, la música a todo volumen era medicina, una charla amiga era una caricia y reír hasta llorar era parte de la rutina. Hace veinte años todavía creía que el amor era una fortuna, la amistad un milagro y la familia una carga. No sé si ya me está abandonando la juventud o si sólo se trata del tiempo que está pasando, pero ahora veo que la vida era más simple hace veinte años, y quizá saberlo es lo que hace que veinte años después, con la mirada de la madurez, la vida no se siga complicando tanto.

viernes, 30 de enero de 2015

¡Lo odio!



  • Que la gente no haga lo que dice que va a hacer.
  • Despertar y que la cocina sea un asco. Odio no tener energía para limpiar al final de cada día.
  • Que levanten la mesa y dejen los vasos, y dejen los vasos todavía medio llenos.
  • Que me ofrezcan carne para comer, aunque sea de broma.
  • Que le ofrezcan carne a mi hija para comer, aunque sea de broma.
  • Que critiquen mi vegetarianismo, como si fuera una discapacidad.
  • Los Simpsons y la gente que los entrona.
  • La gente que hace trampa en las filas del súper o del banco y se sale con la suya.
  • La gente que golpea a sus hijos en público, para “disciplinarlos”.
  • La gente que los golpea en privado.
  • Que me digan qué tengo que hacer, cuando sé qué es lo que tengo que hacer.
  • La gente que se queda mirando cómo se cae una viejita y luego no la ayuda a levantarse.
  • Que me vendan las papas sucias.
  • Tener que pedir algo mil veces, como si no fuera clara la primera vez.
  • La gente irreflexiva.
  • No tener tiempo para arreglarme las uñas.
  • El café feo.
  • Ir a un restaurante y no tener opciones vegetarianas.
  • Lavar platos.
  • La gente que grita cuando se enoja.
  • Gritar cuando me enojo.
  • Pedir ayuda y que no me la den.
  • Hacer planes y que me los cambien.
  • Que llueva cuando tengo que salir.
  • Que no estén los precios de las cosas en las góndolas del súper.
  • No tener tiempo para leer.
  • Dormir poco y mal.
  • Mandar un correo, un mensaje o una carta y que no me contesten.
  • La gente dos caras.
  • La pizza blanda.
  • Que el horno no caliente parejo y se me bajen los pasteles.
  • Que la casa se llene de bichitos.
  • Que me guste un par de zapatos, pero que no haya de mi talla.
  • Que se paren los autos sobre la senda peatonal justo cuando voy a cruzar.
  • Que haya futbol todos los días, en todos los canales, a todas horas.
  • Que le digan pendeja a mi hija, aunque aquí en Argentina signifique otra cosa.
  • Olvidarme de comprar algo que necesito, como el shampoo o el detergente, y recordarlo justo cuando lo necesito.
  • Que la gente se ponga a platicar en medio de la calle, o del pasillo del súper, sin pensar que no deja pasar a los demás.
  • Ir al dentista.
  • Que me digan “hay que vernos” o me inviten a salir y luego se hagan los desentendidos.
  • La gente que complica cosas que se arreglan simplemente con un sí, o un no.
  • Que se acaben las servilletas.
  • Los secretos, y que te digan “te cuento pero no le vayas a decir a tal”.
  • La gente que no sabe estar en silencio, sin música, sin televisión, sin ruido, aunque sea un ratito.
  • Dormir con la luz prendida.
  • Las cosas que tienen instrucciones sin dibujitos.
  • La gente desagradecida y/o desconsiderada.


Y dejo todo aquí, para no cargarlo, para que no me moleste más.

martes, 23 de diciembre de 2014

Navidad era mi abuelo


Navidad era un árbol enorme, lleno de luces y adornitos. A sus pies, el rodete de fieltro que hizo alguna vez mi mamá y que quién sabe dónde quedó. Y muchos regalitos. Navidad era el olor al ponche de la Abuela, y que me dejara masticar las cañitas y dejar los tejocotes. Era el pastel de tres leches de mi mamá; era mi tío, su guitarra, mis tías y mi mamá cantando, mis primos y muchas luces de bengala, mis hermanos traveseando. Mi papá poniendo regalitos bajo el árbol y abriendo cacahuates. Pero sobre todo Navidad era mi abuelo, su risa llenando toda la casa, sus ojos llorosos por picar la cebolla de ese bacalao que nunca me gustó y que perfumaba toda la cuadra, sus manos abrazando un whiskey y sus labios besando un Raleigh. Navidad era mi abuelo y su voz y sus manos. Ya nunca será Navidad.

lunes, 1 de septiembre de 2014

Mi pequeña


Mi pequeña, que ayer apenas me miraba desde su quietud, que sólo sonreía y parecía decirlo todo con la mirada de sus enormes y bellos ojos, que andaba pegada a mi cuerpo y sin mí no salía, puso sus dos piececitos sobre el suelo, se aferró con su manita a mi mano, y riendo a carcajadas y gritando de emoción, dio sus primeros pasos, en el parque de esa plaza en donde ha crecido tanto, entre esos árboles que ya conocen nuestros juegos y nuestros cantos, donde está ese columpio blanco en donde siempre nos mecemos largos ratos. Mi pequeña sigue siendo pequeña, sigue necesitando mi mano, mis mimos y mis cantos, pero ya sabe que bajo sus pies chiquitos se va haciendo su camino, ya se dio cuenta de que tiene su propia risa y su propia voz, y ahora sabe cómo y de qué se trata vivir feliz.

miércoles, 21 de mayo de 2014

Mis tenis


Todos tenemos algo así en el ropero: el vestido del día en que nos conocimos, la chamarra que llevé a aquel concierto, el viejo pañuelo del abuelo. En mi caso, es un par de tenis viejos. Cuando camino, rechinan y se quejan. Han perdido el color y un poco las suelas. Les tengo cariño porque calzan como un guante, pero también porque abrazaron mis pies en largas caminatas. Estuvieron conmigo por varios años, y es más: por varias ciudades. Fuimos juntos a pasear por México, Monterrey y Buenos Aires. Conocen Jujuy, sus caminos y sus calles. También estuvimos por la Quebrada de Humahuaca, vieron Bolivia, Chile y Lima de pasada. Pero lo más importante es que a la altura de esos tenis, luego de andar siete mil kilómetros y tres aeropuertos, una vez llegando a Salta, caminé rápido hasta donde estabas y te di por primera vez un primer beso.

jueves, 17 de abril de 2014

Mi Gabo


Decir que tienes un recuerdo personal de un escritor al que nunca le viste más que las letras puede ser casi pretencioso. Y pese a ello, a veces uno se aficiona tanto a sus palabras, a sus historias y personajes, que podría pensarse que lo conoce, o más exactamente, que ese escritor le conoce a uno, y escribe lo que escribe para que justamente uno lo lea. Así, eventualmente, uno se encariña con ciertos libros, con ciertas historias, con ciertos temas, y estos pasan a formar parte de la propia biografía personal.

Yo debo haber tenido doce años, porque era en el libro de texto de sexto de primaria que había un texto hermosamente escrito, sobre una tal Úrsula que tenía su casa llena de pájaros, tan llena que debía taparse las orejas con cera de abejas para que el ruido no la volviera loca. Al calce de ese escrito, que no debe haber ocupado más de dos páginas de esos libros horribles y de mala calidad que eran por entonces los libros de texto gratuitos, venía la fuente del texto: “Cien años de soledad, Gabriel García Márquez”. El texto era tan cautivador, y el título del libro tan sugerente, que enseguida se lo pedí a mi papá. Unos días después tuve una copia en mis manos: fue el primer libro de literatura “seria” que leí en mi vida, y fue el primer libro que pude llamar mío.

Por supuesto, debo haber tardado por lo menos seis meses en terminarlo. Es un libro difícil de leer para una niña de doce años, pero recuerdo con mucho cariño y emoción todas esas noches (me gusta leer de noche) en las que me metía en la cama, encendía la lámpara, y retomaba la lectura hasta sentir los párpados pesados. Tras terminarlo, lo volví a empezar. De nuevo me tomó muchos meses la lectura. Y debo confesar que después de eso, lo leí por lo menos una vez cada año durante los siguientes quince años.

Y luego está el verano de 1995. Ocurrió una coyuntura muy especial: mi abuelo había muerto el verano anterior, y yo estaba haciendo la prepa en el Tec de Monterrey en la Ciudad de México, y debía hacer un par de materias ese verano. Entre una y otra clase, tenía un receso de dos horas y nada de ganas de amigarme con nadie. En ese tiempo muerto, me leí todo lo que nuestra biblioteca tenía de Gabriel García Márquez. Sacaba el libro y me iba a la terraza a leer (jamás me ha gustado leer en las bibliotecas), lo terminaba en un par de días (ya para entonces era una lectora curtida) y sacaba uno más. Uno tras otro, debo haber leído por lo menos siete u ocho libros suyos. Fue uno de los mejores veranos.

Después vino 2004. Al fin llegaba a las librerías la largamente esperada Memoria de mis putas tristes. Para mí era una ocasión especial, así que la compré, me metí en el Sanborns de los Azulejos, y con un café y otro más, me la leí de tapa a tapa en un ratito. Ahora lamento no haberla saboreado un poco más, pero tenía escenas tan familiares, lugares que ya había visitado antes, en otros libros, en otros cuentos, que no pude sino bebérmela de un sólo trago. Esa, por cierto, fue la última vez que compré un libro y me metí a leerlo a un café, no me pregunten por qué.

En fin, podría decir con bastante precisión qué estaba pasándome en la vida cada vez que yo leía a García Márquez. He leído mucho, y a muchos, desde aquellas primeras noches bajo las sábanas con mi copia de Cien años de soledad. Pero Gabo sigue siendo mi favorito. Quizá hoy que se ha ido le lloro porque se acabó para siempre la espera de un nuevo libro, de un nuevo cuento, de una nueva novela.

Decir que se tiene un recuerdo personal de un escritor es decir que se le aman las letras, y con eso, ya no hace falta decir nada más.

martes, 5 de noviembre de 2013

Un recuerdo

Fue hace dos años, pero pudo haber sido hace dos semanas o dos días, quizá porque no fue tan extraordinario. Recorríamos un camino de tierra de colores, mirando cerros pintados de azules, amarillos y rojos, un vivo paisaje bajo un cielo azul y un sol que caía a plomo. Tú viste, entre las piedras y el polvo, un muñequito: un oso. “Para la Conejita”, dijiste, o dije yo, ya no recuerdo, quizá no sea importante. Lo guardé. Nos tomaron esa fotografía unos extraños, amigos por dos segundos y un click de cámara con que captaron nuestra alegría. Yo puse el osito junto a la fotografía. Siguen ahí, juntos. Y la Conejita al fin llegó y ese muñequito, esa primer sospecha de su existencia, la espera para cuando pueda tomarlo con sus manitas y, quizá en ese mismo paisaje, en esa misma tierra, escuche esta historia de amor y fe ciega.

viernes, 6 de septiembre de 2013

Diez semanas

Amelia, 10 semanas de vida.

Tal vez nadie te hablará de este tiempo, de la mezcla dulceamarga de dolor y de alegría que trajo tu llegada, de tus enormes ojos mirando todo interesada, de tus manitas frías y el calor de tu cuerpecito claro. Nadie podrá contarte del sonido de tu llanto fuerte, alerta, lleno de vida y de esperanza, de tus primeras sonrisas y la felicidad que crearon, de tu dulce mirada y tu suave tacto. Nadie te dirá de qué manera fuiste amada en cada caricia, en cada arrullo, en cada intento de consolar tu llanto. Quizá nadie te hablará de cómo en tus ojos me vi nueva. Sólo yo te lo diré en cada abrazo, en cada beso, cada vez que tomes mi mano, cuando riamos juntas y des tus primeros pasos, cuando cuide tu fiebre y consuele tu llanto. Sólo yo que soy tu madre y te amo tanto.

domingo, 17 de marzo de 2013

Quizá

23 semanas.

Quizá cuando te tenga en mis brazos, y te llene la cara de besos, y te enseñe a atarte las cintas de los tenis y a pintarte las uñas, y te dé a probar por primera vez el dulce de leche y mires por primera vez la lluvia, y caminemos juntas tomándonos las manos, y cantemos canciones de los Beatles, y me ayudes a hacer galletas, y te lea cuentos hasta que te quedes dormida, pensaré, un poquito con nostalgia, un poquito con alegría, en este tiempo que te tengo más cerca que mi piel, en la forma en que te mueves cuando me escuchas hablarte, en el nido que te has hecho dentro de mí, en el preparar tu llegada, en las ganas que tengo de verte, y hacer todas esas cosas que haremos juntas. Y es que también esperarte, aunque ya me come la impaciencia, es una delicia.

miércoles, 6 de marzo de 2013

Un día bonito





¡Tuvimos un día tan bonito! Caminamos hasta el centro tarareando una canción, por ese camino que llega hasta un parque desde el que se puede ver toda la ciudad. A mi mamá le gusta ese camino porque podemos escuchar el canto de los pajaritos y huele a flores. A mi mamá le gusta Jujuy porque hay muchos árboles y es verde, verde. Es bonito. ¡Ya quiero verlo! Había un lindo sol, y caminamos un rato en las tiendas: sábanas, almohaditas, lámparas y conejitas. Luego nos comimos un helado: ¡coco y chocolate! Nos sentamos en la peatonal un ratito, y mi mamá sintió mis pataditas. ¡Ya sabe que le contesto cuando la escucho llamarme “Conejita”! Después, mi mamá me compró mis primeros zapatos: son tan lindos, ¡ya quiero estrenarlos! Fue un día tan bonito. Mi mamá dice que la vida es así: días bonitos que pasan tranquilos, caminando bajo el sol.

miércoles, 20 de febrero de 2013

La mitad

Amelia, de 19 semanas.

Dice mi mamá que ya falta la mitad. Los días pasan tranquilos. Sigo siendo pequeña, muy pequeña, pero igual mi mamá y yo ya no cabemos en sus pantalones. Muevo mis manitas y estiro mis patitas y ya soy suficientemente grande para que mi mamá sienta cosas raras. Mis huesos se sienten más firmes y ya tengo cejas y uñitas. Mi mamá me canta y escuchamos música, y también duerme mucho. También toca el violín y me pregunta que si me gusta, y sí me gusta. A veces vamos a caminar o hacemos yoga y nos estiramos. También escucho la voz de mi papá y cómo hace reír a mi mamá. Me gusta escuchar sus risas. Escucho toda clase de cosas desde aquí, como el corazón de mi mamá y los ruiditos de sus tripas. Ya falta sólo la mitad. Ya quiero conocer a mi mamá y a mi papá.

viernes, 5 de octubre de 2012

De 5 a 5

De 5 a 5, seis meses. Se van en un parpadeo: el que hice cuando te vi, tras seis meses, esperándome en el aeropuerto. Pasaron así, en un abrir y cerrar de ojos. Esos ojos que un 5, seis meses antes, estaban cerrados, llorosos, angustiados, y yo, hecha un ovillo en mi cama, abrazando un recuerdo que todavía tenía tu perfume y una soledad tan grande que no cabíamos las dos en la cama. Un 5 que tres meses antes tenía a mis ojos con ansias de verte, con hartazgo de esperarte, con ganas de abarcar los 7000 kilómetros que nos separaban de una sola mirada. O sencillamente, de columpiarse un rato, un ratito más sobre los tuyos. El último 5, el más deseado, mis ojos te buscaron tras esas ojeras de insomnios solitarios, y al fin te encontraron. Fue el más largo y doloroso parpadeo, pero ya habías llegado.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

Nuestra Boda

Recién casados.
La maquilista me quedó mal, y tuve que peinarme y maquillarme con la ayuda de una amiga. La florista se olvidó del boutonnière de Rubén, mi tía y el lazo llegaron tarde, mi mamá mandó a mi papá a entregarme con el saco desabotonado, y una lista más o menos larga de percances más, en realidad nimios, ocurrieron el día de nuestra boda. Y pese a ello, creo que nunca había ido a una boda en la que me divirtiera tanto.

También pensé que iba a estar mucho más al pendiente de las nimiedades que de disfrutar el momento. O que estaría tan emocionada que lloraría todo el tiempo. Pero no: la verdad es que ni siquiera cuando el cursi, encantador y pinche Rubén leyó los votos que escribió para mí, ahí, frente a toda esa gente (la mayoría de la cual veía por primera vez), me ganaron las lágrimas, aunque estaba tan conmovida que ganas no me faltaron. En vez de eso, disfruté cada minuto, desde que salí con el vestido, lista para encontrarme con él para la sesión de fotos, hasta que volvimos a la habitación del Hotel Ancira (donde celebramos la fiesta y nos hospedamos) a descansar un rato. Todo, todo, todo, fue de cuento de hadas. Todo el tiempo sentí que estaba jugando, como cuando era niña y junto con mis primas jugábamos a ser “grandes”, y me divertí como nunca.

También pensé que a lo mejor un poco de distancia/tiempo me daría perspectiva para no tener una visión tan romántica de esos momentos. Pero no: a un mes sigo teniendo la misma sensación de que fue maravilloso, único e irrepetible, y si tuviera que vivirlo otra vez lo haría exactamente igual. (Quizá de eso le tengo que agradecer a Delia que estuvo ayudándome de cerca con todos los preparativos y además nos tomó las fotos). Tal vez el truco es ese: no presuponer nada, porque a fin de cuentas uno nunca sabe cómo va a sentirse o a reaccionar, hasta que las cosas pasan.

Y sigo pensado que fue la mejor boda.

miércoles, 25 de julio de 2012

¡Feliz cumpleaños @OtroRuben!

Conejito,

Ya sé que no eres fan de las sorpresas, pero conmigo no vas a poder evitarlas porque me encantan, y me hubiera encantado mirarte la cara cuando "abrieras" ésta: espero que te haya dejado una sonrisa de oreja a oreja. Te amo. Feliz cumpleaños.

Tu Nadia.

sábado, 4 de febrero de 2012

Epílogo: el viaje de vuelta

Ningún viaje está terminado, sino hasta que vuelves a donde empezaste, aunque en realidad no sea el mismo lugar de donde te fuiste (mi habitación ahora me parece ajena). Además, tengo que aprovechar el jetlag y su golpe de inspiración, y debería contarles la aventura del viaje de vuelta a México, porque para variar, las historias de Rubén y mías siempre acaban llenas de anécdotas.

Reservamos el viaje de vuelta con Despegar.com. No lo recomiendo nada. Mi primer vuelo salía de Salta a las 11:55, así que nos despertamos muy temprano para estar unas dos horas antes y no andar correteando por el aeropuerto con todo el equipaje, el cual merecería por sí sólo una entrada llena de historias, pero ya le tocará su turno en este post. Además, el Pinche Rubén siempre se pierde en Salta, así que tomamos la precaución de tener tiempo para eso también. Pero Rubén no se perdió y nos las arreglamos para llegar con muchísimo tiempo de anticipación.

Decía que no recomiendo a la citada, y de ahora en adelante innombrable, agencia de viajes, porque cuando llegué a hacer el check in, la chica del mostrador me miró consternada: cuatro días antes, la aerolínea avisó a la agencia que el vuelo se cancelaba, y me habían acomodado en el vuelo de las 9:35, mismo que había perdido. Aunque yo no había sido notificada y la aerolínea no debería hacerse responsable de las cagadas de la agencia, ella logró acomodarme en el vuelo de las 15:25, así que volvimos al auto con todo el equipaje, luego de que llamé a la agencia y maldije en buen mexicano a unas cuatro o cinco personas, porque no lograban comunicarme con quien me pudiera dar razón de nada.

A fin de cuentas, no era tan grave: tuvimos algunas horas más para estar juntos y platicar. Pero con todo y eso, a mí me fue inevitable llorar y llorar mientras hacía la fila para abordar. Y así, como magdalena, lloré y lloré: la azafata me preguntó si podía hacer algo por mí y pues, no, no podía, así que yo seguí chillona las dos horas de vuelo a Buenos Aires.

Ya en Aeroparque, las maletas tardaron unos veinte o veinticinco minutos en salir, y tuve que esperar entre empujones, puteadas en buen argentino, y niños chillones, como corresponde. Tomé un taxi desde la terminal hasta un hotelito donde pasaría la noche, y, miren ustedes, tuve la suerte de encontrarme con un taxista buenísimo, que me sirvió de terapeuta, como siempre hacen los buenos taxistas. Le conté un breve resumen de mi historia con Rubén, y estaba emocionadísimo. Hasta me dijo que cuando volviera a Buenos Aires, o bien cuando Rubén estuviera ahí, le llamáramos para que él nos llevara y trajera a donde fuera. (Si alguien quiere el número de mi taxista bonarense, deje su mail en los comentarios de este post, a él sí lo recomiendo).

En el hotel, esperaba poder ver a mi amiga @mariana_aran, pero ya no se pudo: la ciudad estaba bajo una tormenta fenomenal, había calles inundadas y pasaban cosas horribles por la lluvia. Yo de todas maneras me aventuré a salir a buscar algo que cenar y una caja de alfajores para mi abuela, pero para mi mala suerte todo estaba cerrado. Tenía hambre, estaba mojada como perro callejero, y lloriqueaba mientras caminaba. En ese momento, Buenos Aires me pareció horrible, pero supongo que sólo se debió a que nos conocimos en un mal momento. Volví al hotel, me pedí una pizza y una botella de vino, y me puse a platicar con @oh_Rima por Whatsapp (recomendadísimo) hasta que pude hablar con Rubén por Skype (que también recomiendo), hasta que me quedé dormida.

La mañana siguiente me levanté muy temprano para darme un baño y meter todo de vuelta a las maletas. Me quedaba una hora antes de que mi taxista bonarense pasara a recogerme, así que me aventuré a buscar lo único que tenía cerca para conocer: la Plaza de Mayo. Como buena chilanga, caminé y caminé como si supiera a dónde iba, y luego de algunas cuadras que caminé sintiendo que esas calles estrechas y esos edificios altísimos iban a tragarme, divisé un costado de la Casa Rosada. Se me fue el aliento, y para sorpresa de algunas personas que estaban de pie en la calle esperando qué sé yo qué, mi mandíbula cayó al piso luego de que solté un sonoro y emocionado ¡ah! Tomé un par de fotos, le di la vuelta en silencio al obelisco y me volví al hotel.

Mi taxista llegó por mí, y me llevó a Ezeiza, donde había un bloqueo de la gente del catering del aeropuerto, por lo que sólo había un carril de acceso y una fila de un kilómetro de largo para entrar. La de buenas es que mi cuñada @sil_ochoa me avisó y mi taxista previó eso, y llegué con buen tiempo para etiquetar mis maletas, luego de un trámite con la oficina de migración porque me excedí en el tiempo de estancia y debía pagar 300 pesotes. Ya lista para pasar a la sala de abordar, pensé que me sobraba un montón de dinero argentino, y por una muy mala decisión en materia de políticas de promoción al turismo, es imposible hacer nada con él, a menos que te lo gastes en Argentina. La cosa es que la venta y compra de dólares está restringida para ciudadanos, así que algo tenía que hacer con ese dinero. Traté de depositárselo a Rubén, pero no había bancos cerca; traté de mandarle un giro postal, pero la oficina de correos no tenía sistema, y traté de gastarlo en el Dutty Free, pero sólo se me ocurrió comprar una caja más de alfajores Havana (que muy recomiendo), porque además de que no tenía ánimo de nada, llevaba tantísimo equipaje que no sabía si lograría llegar con todo a mi casa.

El vuelo de Buenos Aires a Ciudad de México fue largo y aburrido. Para nada recomiendo viajar de día en vuelos tan largos. Salimos a las 12:55 hora de Argentina, y llegamos a México a las 21:30 hora local. Además del aburrimiento y el dolor de cintura, el avión iba lleno de chamacos, y lo único peor que eso son los padres de los chamacos que todo el vuelo quieren que se sienten, que no se sienten, que coman, que no coman, que se callen, que hablen, que brinquen, que se estén quietos y así. No recomiendo para nada a los padres histéricos, por cierto.

Sabes que estás en México cuando alguien quiere chingarte y efectivamente lo hace: junto a la banda cinco, donde esperaba mis maletas, un señor se ofrecía amablemente a cambiarte billetes por monedas de diez pesos para sacar un carrito de maletas. Le di el único billete de veinte pesos mexicanos que tenía, me dio mi carrito, y desapareció entre un montón de gente con mis diez pesos, el muy infeliz. Luego de media hora, entre que esperaba mis maletas y pasaba la aduana, salí de ahí a buscar el mostrador de Aeroméxico, para ver si era posible cambiar el vuelo a Monterrey para un día después. Y sí se podía, por la módica suma de 230 dólares. Como no aceptaban pesos argentinos, mejor me fui con mis 50 kilos de equipaje a tomar un taxi que me llevara a pasar la noche a casa de mi abuela, a dónde llegué a las 23:00.

Tuve que deshacer las maletas para encontrar las cosas que había llevado para mi abuela y mi familia en la Ciudad de México. Por supuesto, mi abuela se las arregló para darme una maleta extra de cosas que iba a mandar para Monterrey. Así que con bastantes kilos de equipaje más, mi taxista chilango (que también recomiendo porque sirvió de terapeuta y de quien también tengo el teléfono, si a alguien le sirve), pasó por mí a las 5:45 y me llevó de vuelta a la Terminal 2. Luego de etiquetar las maletas, pasé por tres casas de cambio que no manejan pesos argentinos, y resignada, pasé a la sala de abordar a esperar el último vuelo.

Lo único interesante de ese último tramo fue que el avión iba a Las Vegas y sólo hacía escala en Monterrey, y estuve tentada a mandarle un mensaje al Pinche Rubén: le iba a decir que me seguía a Las Vegas, trabajaría unos meses haciendo camas en el Luxor, y cuando juntara, le iba a mandar para que me alcanzara, nos casaría Elvis en La Capilla del Amor y él podría perder todos mis dólares jugando Texas Hold’em. Pero sólo me quedé con las ganas: sí me bajé en Monterrey, donde me esperaba mi ansiosa madre, mi silencioso padre y mi gruñuelo hermano menor, e hicimos el último tramo de viaje desde el aeropuerto hasta mi casa, una media hora en auto.

Me di cuenta de que mi exceso de equipaje se debía a que Rubén había estado comprándole un montón de cosas a mi madre, porque cuando llegué a vaciar las maletas, la mayor parte de las cosas eran para ella. ¡Ja! Y ella usó mi habitación de bodega, y ahora hay un desastre que me resisto a limpiar. Muy mal. Me dio de comer enchiladas y nopales y aunque lo agradeció mi paladar, todavía esta mañana tengo la barriga hinchada y adolorida por la comida.

Todavía me parece irreal todo este viaje, desde que salí de mi casa en Jujuy (esa sí la siento como mi casa), hasta que volví a casa de mis padres en Monterrey. Todavía me siento cansada, adolorida y atolondrada por tantísimos kilómetros recorridos, el peso de las valijas, la tensión de estar corriendo para llegar a tiempo y no perderme, y el estar resolviendo pequeños contratiempos. Con todo, mañana mismo tomaría la maleta para hacer el viaje de vuelta y estar con Rubén otra vez.

Por cierto, lo que también recomiendo es un novio como el mío: todo el tiempo estuvo pendiente de mí, con llamadas o mensajes al celular o a mi correo. Y aunque me pasé buena parte del viaje muy triste por dejarlo, se las arregló para hacerme sentir que no importa la distancia, ni el tiempo: es sólo el primer paso que tenemos que dar para estar juntos el resto de la vida. Espero que nos quede mucha.

miércoles, 1 de febrero de 2012

No es un final

Me es muy difícil lidiar con los finales, porque todos mis finales han sido tristes. Lo que me recuerda el momento más triste de mi vida, hasta ahora. La historia es así: participé en un espectáculo de la escuela, tocando el violín. Había cantantes, bailarines y otros músicos. Hacíamos covers de temas de películas, y como pasa siempre en ese tipo de actividades extracurriculares, le habíamos puesto al espectáculo mucho corazón, independientemente de lo mucho o poco que nos tocó contribuir. Al final de la última función, los parientes y amigos se acercaron a repartir abrazos, besos, flores y felicitaciones. Lo recuerdo especialmente porque a mí en lo particular nadie fue a verme y nadie fue a abrazarme. Empaqué mi violín, y sin mucho qué festejar, me subí a mi coche y me volví a mi casa sola.

Lo que uno aprende de los momentos más tristes es la felicidad: así de irónica es la vida. Y lo duro de la vida es que no lo aprendes en ese momento: tiene que pasar el tiempo para que tengas perspectiva y empiecen a caer los veintes.

De los veintes que me han caído a partir de esa experiencia el más importante es ese: que lo que me hace feliz es compartir. No importa lo bien o lo mal que estés en la vida, siempre que tengas un testigo de que has vivido, puedes soportar lo que sea, bueno, malo o regular.

Quizá por eso lidiar con este final será más fácil. Después de todo, no es un final: se trata tan sólo de puntos suspensivos. Es el “…continuará…” de mis aventuras jujeñas con el Pinche Rubén, a quien amo con locura, por cierto. Y ahora que lo escribo y lo comparto, me parece que no es tan triste, ni es tan difícil, ni es tan definitivo.

Le agradezco a los lectores que han permanecido fieles a nuestro pequeño drama tuitero: han sido muchos meses de muchas emociones y, sobre todo, de muchas risas. Yo todavía no acabo de asimilarlos y sin duda volveré a ellos muchas veces más, a recrearlos en letras o vayan ustedes a saber de qué manera. Por lo pronto quiero dejarles una última anécdota sobre la que he estado reflexionando estos últimos días:

Una mañana, a Rubén se le hacía tarde para irse a trabajar, y me pidió que le planchara una camisa. Nunca, o casi nunca, lo hace, porque puede hacerlo él mismo y no lo hace nada mal. Y sabe que aunque odio planchar, a él le plancho lo que quiera. Aparte del doble sentido, claro está. Total que yo tomé una camisa de su armario, una azul de tantas que tiene del uniforme de donde trabaja, y se la planché. Salió todo apurado y, ¡zaz! ¡Le había planchado una camisa que ya no se pone porque está vieja y desteñida! Me apuré a tratar de remediar mi equivocación, tratando de planchar una camisa nueva, pero lo único que logré fue hacerlo enojar porque, bueno, así de encimosa soy. Luego de algunos gruñidos, planchó otra él mismo y se fue enfadado. En ese momento me enojé muchísimo. ¿Qué cree que soy adivina? ¿A quién se le ocurre guardar una camisa vieja en el armario? ¿Cómo adivinar que no quería que la planchara yo otra vez? ¡Que no la chifle, que es cantada!

Ahorita me da risa, claro. Pero es una historia significativa por tres cosas. La primera es que uno siempre se acerca a la vida pensando que todos piensan igual que uno. YO no guardaría la ropa que ya no me pongo junto con la ropa que uso siempre. Pero esa soy YO, cualquier otra persona podría hacerlo distinto. Y a veces tienes que atravesar un pequeño drama como este, para darte cuenta de cosas tan importantes como esa: YO no soy todo el mundo, y todo el mundo no tiene que ser como YO.

La segunda cosa importante es deshacerse de lo viejo, para que deje de estorbar. No sé cuánto tiempo más estará esa camisa en el armario de Rubén, pero espero que la eche fuera pronto. Creo que si no soltamos las cosas viejas, las cosas que ya no nos sirven, no vamos a tener espacio para las cosas nuevas. Y léase que por cosas, no sólo me refiero a lo material: también las ideas y creencias viejas deben soltarse cuando ya no nos funcionan para ser felices.

La tercera cosa, obvio, es que a veces por tratar de ayudar, estorbamos. Me pasa demasiado seguido y creo que debo aprender a no hacer lo suficiente y un poquito más, sino sólo lo suficiente.

Supongo que con el paso del tiempo, todos estos meses que he estado viviendo y conviviendo con Rubén me darán luz sobre esas ideas y creencias viejas que debo soltar. Por lo pronto puedo decir que ahora me parece que el amor es algo muy distinto a lo que yo pensaba. Y es mejor. Y para seguir siendo fiel a mí misma, tengo que dejarles por escrito esta última reflexión: sigan a su corazón. No siempre los llevará a donde quieren, pero siempre los llevará a donde necesiten estar, a aprender lo que tienen que aprender, a conocer lo que tienen que conocer y a vivir lo necesario para seguir viviendo.

En Salta, muy enamorados 

Con esto cierro mis aventuras en Jujuy. De lo demás, ya se encargará la vida. Y de alguna otra manera, Rubén y yo seguiremos inventando nuestra historia, que es la mejor historia de amor, sólo porque es nuestra.

martes, 20 de diciembre de 2011

Jujuy

Si la ciudad de Jujuy fuera una palabra, esa palabra, para mí al menos, sería “detenimiento”.

Vamos a ver:

Nací en una ciudad, la ciudad de México, que tiene aproximadamente nueve millones de habitantes. Toda mi vida he vivido en ciudades enormes, llenas de gente que se mueve a ritmos frenéticos y tiene rutinas infames. Estoy acostumbrada a hacer más de media hora de traslado a donde quiera que vaya, a que haya un café, bar o restaurante abiertos a cualquier hora del día, a ir a conciertos masivos y no tan masivos, a caminar museos, a pasar horas recorriendo centros comerciales, a tener siempre alguien con quién salir a echar el café y el chisme, a tener una tiendita 24/7 siempre a mano por si acaso se me antoja algo, a hacer, vaya, con pies y manos, el día entero.

Un día común, la mayor parte de mi vida adulta, consistía en salir de mi casa, bañada, arreglada y entaconada, antes del amanecer. Manejar una hora al trabajo, trabajar (lo cual, en mi área, consistía en el corre-corre de hacer llamadas, escribir memorandos, hablar con gente, tener miles de juntas y así), salir, ir a hacer ejercicio, salir a tomar un café con amigos, regresar, hablar por teléfono un par de horas más, leer y escribir antes de dormir y volver a empezar. Quedarme en casa y hacer nada era para días excepcionales, salvo por el hecho de que nada siempre estaba lleno de cosas qué hacer como ver películas, leer, escribir, hacer música, hablar por teléfono, cambiar los muebles de lugar y cosas así.

Es decir: no sé estarme quieta. ¿Me explico?

De pronto me encuentro aquí, en Jujuy, una provincia del norte argentino, en una ciudad que lleva el mismo nombre y que tiene casi –y nada más- 300 mil habitantes. Encontrar algo abierto entre las 12 pm y las 5 pm es prácticamente un triunfo, y puedo decir que a las tres de la tarde es la hora mágica porque no hay nada ni nadie en la calle: parece que hasta los perros salen de escena y la ciudad queda vacía. En el centro, hay un mall pequeño, y tiendas que, como dije, cierran a medio día. Hay un par de cafés, unos supermercados pequeñitos, algunas iglesias que sólo he visto abiertas en domingo, un pequeño tianguis de artesanías, algunos museos y listo. No hay mucho más. Todavía me pierdo en la ciudad, pero no es nada que caminar o preguntar no puedan remediar.

Por otra parte, no tengo un trabajo por mi calidad de “mientras”, y aunque ocupo cierto tiempo en hacer lo que hago en mi “trabajo” (leer y escribir una tesis doctoral), no tengo mucho más. No conozco a nadie fuera de mi cuñada Sil y mis suegros (que por otra parte son un verdadero encanto), y las tres horas de diferencia que hay con México hacen que hablar por teléfono, una de mis actividades favoritas, sea realmente complicada. Además, estar de paso no me inspira a buscar algo más que hacer que lo que hago, que es básicamente ser un ama de casa, lo cual ocurrió un poco sin querer queriendo.

En suma, para los estándares a los que estoy acostumbrada, estoy frita.

Jujuy me invita al detenimiento, a detener mi vida de acelere, y por eso, este es un paréntesis interesantísimo, la verdad. Tener tiempo de caminar sin correr, de mirar atentamente, de escuchar, de observar, de hacer nada sin la culpa de dejar de hacer todo lo que según esto tendría que hacer, no me caen nada mal. Aunque debo confesar que extraño el acelere, el corre-corre, las compras de pánico en los centros comerciales (sobre todo en esta época), el salir a tomar café con mis amigos, el tener semanas y semanas con la agenda llena de compromisos. Pero por lo pronto, disfruto mucho este mientras de actividades domésticas y hogareñas. No está mal, de vez en cuando en la vida, tener la vida que nunca imaginamos que podríamos tener. Seguro que tengo mucha suerte.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Heridas

Hay heridas que no dejan cicatriz, porque no sanan nunca.

Hace algunos años me hice un piercing en la nariz. Lo hice, primero, porque quería hacerlo. En segundo lugar, porque alguien me dijo que no podía hacerlo, y tengo la estúpida costumbre de ser necia y hacer del “no” un “sí”. Tercero, para recordar algo: hay heridas que nunca se deben olvidar.

La gente que me conoce, antes y después del piercing, tiene reacciones variadas: algunos no le dan la mayor importancia. Otros más dicen que se ve bonito. Y hay otros que me preguntan si me dolió. En esas ocasiones, mi imaginación me lleva de vuelta a ese lugar, al olor a alcohol y a látex quirúrgico, al intenso dolor en la nariz, a las lágrimas que me rodaron por las mejillas. Sonrío y le respondo a esa gente: “claro que me dolió: esa era la idea”.

Nadie me ha preguntado por qué esa era la idea. Supongo que les asombra lo cínico de la respuesta. Y sin embargo, esa era la idea: sentir un dolor tan intenso que nunca se me olvidara por qué lo había hecho. Y luego mirarme la cara todos los días y recordar, más que el dolor, el por qué.

¿Por qué lo había hecho? Porque me había olvidado de mí misma, tanto que casi me pierdo. Y necesitaba prometerme un nunca más.

Hoy me miro al espejo, veo en mi nariz ese brillante que me la atraviesa de lado a lado y sonrío. Me miro al espejo y lo veo, especialmente en momentos en que siento que me estoy perdiendo. Entonces me acuerdo de la herida y del dolor, y me acuerdo de acordarme de que no estoy tan perdida y me siento mejor.

Y además sí: se ve bonito. Es de las heridas que mejor me va.