Ningún viaje está terminado, sino hasta que vuelves a donde empezaste, aunque en realidad no sea el mismo lugar de donde te fuiste (mi habitación ahora me parece ajena). Además, tengo que aprovechar el jetlag y su golpe de inspiración, y debería contarles la aventura del viaje de vuelta a México, porque para variar, las historias de Rubén y mías siempre acaban llenas de anécdotas.
Reservamos el viaje de vuelta con Despegar.com. No lo recomiendo nada. Mi primer vuelo salía de Salta a las 11:55, así que nos despertamos muy temprano para estar unas dos horas antes y no andar correteando por el aeropuerto con todo el equipaje, el cual merecería por sí sólo una entrada llena de historias, pero ya le tocará su turno en este post. Además, el Pinche Rubén siempre se pierde en Salta, así que tomamos la precaución de tener tiempo para eso también. Pero Rubén no se perdió y nos las arreglamos para llegar con muchísimo tiempo de anticipación.
Decía que no recomiendo a la citada, y de ahora en adelante innombrable, agencia de viajes, porque cuando llegué a hacer el check in, la chica del mostrador me miró consternada: cuatro días antes, la aerolínea avisó a la agencia que el vuelo se cancelaba, y me habían acomodado en el vuelo de las 9:35, mismo que había perdido. Aunque yo no había sido notificada y la aerolínea no debería hacerse responsable de las cagadas de la agencia, ella logró acomodarme en el vuelo de las 15:25, así que volvimos al auto con todo el equipaje, luego de que llamé a la agencia y maldije en buen mexicano a unas cuatro o cinco personas, porque no lograban comunicarme con quien me pudiera dar razón de nada.
A fin de cuentas, no era tan grave: tuvimos algunas horas más para estar juntos y platicar. Pero con todo y eso, a mí me fue inevitable llorar y llorar mientras hacía la fila para abordar. Y así, como magdalena, lloré y lloré: la azafata me preguntó si podía hacer algo por mí y pues, no, no podía, así que yo seguí chillona las dos horas de vuelo a Buenos Aires.
Ya en Aeroparque, las maletas tardaron unos veinte o veinticinco minutos en salir, y tuve que esperar entre empujones, puteadas en buen argentino, y niños chillones, como corresponde. Tomé un taxi desde la terminal hasta un hotelito donde pasaría la noche, y, miren ustedes, tuve la suerte de encontrarme con un taxista buenísimo, que me sirvió de terapeuta, como siempre hacen los buenos taxistas. Le conté un breve resumen de mi historia con Rubén, y estaba emocionadísimo. Hasta me dijo que cuando volviera a Buenos Aires, o bien cuando Rubén estuviera ahí, le llamáramos para que él nos llevara y trajera a donde fuera. (Si alguien quiere el número de mi taxista bonarense, deje su mail en los comentarios de este post, a él sí lo recomiendo).
En el hotel, esperaba poder ver a mi amiga @mariana_aran, pero ya no se pudo: la ciudad estaba bajo una tormenta fenomenal, había calles inundadas y pasaban cosas horribles por la lluvia. Yo de todas maneras me aventuré a salir a buscar algo que cenar y una caja de alfajores para mi abuela, pero para mi mala suerte todo estaba cerrado. Tenía hambre, estaba mojada como perro callejero, y lloriqueaba mientras caminaba. En ese momento, Buenos Aires me pareció horrible, pero supongo que sólo se debió a que nos conocimos en un mal momento. Volví al hotel, me pedí una pizza y una botella de vino, y me puse a platicar con @oh_Rima por Whatsapp (recomendadísimo) hasta que pude hablar con Rubén por Skype (que también recomiendo), hasta que me quedé dormida.
La mañana siguiente me levanté muy temprano para darme un baño y meter todo de vuelta a las maletas. Me quedaba una hora antes de que mi taxista bonarense pasara a recogerme, así que me aventuré a buscar lo único que tenía cerca para conocer: la Plaza de Mayo. Como buena chilanga, caminé y caminé como si supiera a dónde iba, y luego de algunas cuadras que caminé sintiendo que esas calles estrechas y esos edificios altísimos iban a tragarme, divisé un costado de la Casa Rosada. Se me fue el aliento, y para sorpresa de algunas personas que estaban de pie en la calle esperando qué sé yo qué, mi mandíbula cayó al piso luego de que solté un sonoro y emocionado ¡ah! Tomé un par de fotos, le di la vuelta en silencio al obelisco y me volví al hotel.
Mi taxista llegó por mí, y me llevó a Ezeiza, donde había un bloqueo de la gente del catering del aeropuerto, por lo que sólo había un carril de acceso y una fila de un kilómetro de largo para entrar. La de buenas es que mi cuñada @sil_ochoa me avisó y mi taxista previó eso, y llegué con buen tiempo para etiquetar mis maletas, luego de un trámite con la oficina de migración porque me excedí en el tiempo de estancia y debía pagar 300 pesotes. Ya lista para pasar a la sala de abordar, pensé que me sobraba un montón de dinero argentino, y por una muy mala decisión en materia de políticas de promoción al turismo, es imposible hacer nada con él, a menos que te lo gastes en Argentina. La cosa es que la venta y compra de dólares está restringida para ciudadanos, así que algo tenía que hacer con ese dinero. Traté de depositárselo a Rubén, pero no había bancos cerca; traté de mandarle un giro postal, pero la oficina de correos no tenía sistema, y traté de gastarlo en el Dutty Free, pero sólo se me ocurrió comprar una caja más de alfajores Havana (que muy recomiendo), porque además de que no tenía ánimo de nada, llevaba tantísimo equipaje que no sabía si lograría llegar con todo a mi casa.
El vuelo de Buenos Aires a Ciudad de México fue largo y aburrido. Para nada recomiendo viajar de día en vuelos tan largos. Salimos a las 12:55 hora de Argentina, y llegamos a México a las 21:30 hora local. Además del aburrimiento y el dolor de cintura, el avión iba lleno de chamacos, y lo único peor que eso son los padres de los chamacos que todo el vuelo quieren que se sienten, que no se sienten, que coman, que no coman, que se callen, que hablen, que brinquen, que se estén quietos y así. No recomiendo para nada a los padres histéricos, por cierto.
Sabes que estás en México cuando alguien quiere chingarte y efectivamente lo hace: junto a la banda cinco, donde esperaba mis maletas, un señor se ofrecía amablemente a cambiarte billetes por monedas de diez pesos para sacar un carrito de maletas. Le di el único billete de veinte pesos mexicanos que tenía, me dio mi carrito, y desapareció entre un montón de gente con mis diez pesos, el muy infeliz. Luego de media hora, entre que esperaba mis maletas y pasaba la aduana, salí de ahí a buscar el mostrador de Aeroméxico, para ver si era posible cambiar el vuelo a Monterrey para un día después. Y sí se podía, por la módica suma de 230 dólares. Como no aceptaban pesos argentinos, mejor me fui con mis 50 kilos de equipaje a tomar un taxi que me llevara a pasar la noche a casa de mi abuela, a dónde llegué a las 23:00.
Tuve que deshacer las maletas para encontrar las cosas que había llevado para mi abuela y mi familia en la Ciudad de México. Por supuesto, mi abuela se las arregló para darme una maleta extra de cosas que iba a mandar para Monterrey. Así que con bastantes kilos de equipaje más, mi taxista chilango (que también recomiendo porque sirvió de terapeuta y de quien también tengo el teléfono, si a alguien le sirve), pasó por mí a las 5:45 y me llevó de vuelta a la Terminal 2. Luego de etiquetar las maletas, pasé por tres casas de cambio que no manejan pesos argentinos, y resignada, pasé a la sala de abordar a esperar el último vuelo.
Lo único interesante de ese último tramo fue que el avión iba a Las Vegas y sólo hacía escala en Monterrey, y estuve tentada a mandarle un mensaje al Pinche Rubén: le iba a decir que me seguía a Las Vegas, trabajaría unos meses haciendo camas en el Luxor, y cuando juntara, le iba a mandar para que me alcanzara, nos casaría Elvis en La Capilla del Amor y él podría perder todos mis dólares jugando Texas Hold’em. Pero sólo me quedé con las ganas: sí me bajé en Monterrey, donde me esperaba mi ansiosa madre, mi silencioso padre y mi gruñuelo hermano menor, e hicimos el último tramo de viaje desde el aeropuerto hasta mi casa, una media hora en auto.
Me di cuenta de que mi exceso de equipaje se debía a que Rubén había estado comprándole un montón de cosas a mi madre, porque cuando llegué a vaciar las maletas, la mayor parte de las cosas eran para ella. ¡Ja! Y ella usó mi habitación de bodega, y ahora hay un desastre que me resisto a limpiar. Muy mal. Me dio de comer enchiladas y nopales y aunque lo agradeció mi paladar, todavía esta mañana tengo la barriga hinchada y adolorida por la comida.
Todavía me parece irreal todo este viaje, desde que salí de mi casa en Jujuy (esa sí la siento como mi casa), hasta que volví a casa de mis padres en Monterrey. Todavía me siento cansada, adolorida y atolondrada por tantísimos kilómetros recorridos, el peso de las valijas, la tensión de estar corriendo para llegar a tiempo y no perderme, y el estar resolviendo pequeños contratiempos. Con todo, mañana mismo tomaría la maleta para hacer el viaje de vuelta y estar con Rubén otra vez.
Por cierto, lo que también recomiendo es un novio como el mío: todo el tiempo estuvo pendiente de mí, con llamadas o mensajes al celular o a mi correo. Y aunque me pasé buena parte del viaje muy triste por dejarlo, se las arregló para hacerme sentir que no importa la distancia, ni el tiempo: es sólo el primer paso que tenemos que dar para estar juntos el resto de la vida. Espero que nos quede mucha.