jueves, 16 de febrero de 2012

Instrucciones para tener una decepción amorosa*

*Ojo, no es lo mismo una decepción, que amar a alguien sin ser correspondido. Para tal efecto, mire las Instrucciones para amar a alguien sin ser correspondido. De lo contrario, siga leyendo.

1. Si no está enamorado, enamórese. Aquí se explica cómo.

2. Es importante que su otro significativo también esté, o diga que está, enamorado de usted. Es el acuerdo mínimo para una decepción. Puede ocurrir que su otro significativo haga cosas que le hagan suponer a usted que ese es el caso. Siga la corriente. Pero en lo posible, no aclare la situación.

3. Procure tener miedo a enamorarse. Asegúrese de que su otro significativo también lo tiene. Recuerde: el miedo es lo opuesto al amor, y lo que usted quiere no es amor, sino una decepción. No olvide su objetivo.

4. No corra riesgos, y asegúrese de que su otro significativo tampoco está dispuesto a tomarlos. Escúdese en barreras como la distancia, las diferencias culturales o sociales, o intereses divergentes. Recuerde que lo imposible sólo está en su imaginación: imagine mucho.

5. Crea todo lo que su otro significativo le dice. La gente se muestra en realidad en sus acciones, pero omita usted este detalle. Crea ciegamente sólo en lo que le dicen. Fantasee al respecto.

6. Si su situación no es clara, vaya al paso 7. Si su situación es clara, es decir, si la etiqueta de “novios”, “prometidos”, “amantes” está definida, evite en la medida de lo posible establecer las reglas de convivencia. Entre más confusos sean los límites, lo permitido/prohibido dentro de la relación, más posibilidad de malos entendidos habrá, y la decepción estará bien encaminada. No clarifique, y sobre todo, evite el “tenemos que hablar”. Esto podría generar la impresión de que quiere usted una relación estable y no es el caso. Recuerde: lo que desea es decepcionarse.

7. Si su situación no es clara, no la clarifique. Manténgala vaga con un “estamos enamorados” o “somos amigos con posibilidades”. Si puede evitar hacer mención alguna al respecto, mejor. Deje que las cosas fluyan en la incertidumbre. Entre más angustia, dudas y desesperación sienta, mejor. Es un indicador de que está cerca de cumplir su objetivo.

8. Si por un momento comienza a evaluar las acciones de su otro significativo:

a. Y esta evaluación es positiva, aléjese. Dele a entender que la verdad no está usted ni tan enamorado, ni tan comprometido, ni tan entusiasmado. Por un tiempo, trátelo como a cualquiera, para que se le pase. No claudique, aunque tenga ganas.
b. Si esta evaluación es negativa, justifíquelo. Repítase constantemente que él o ella tiene una razón perfectamente válida para hacer lo que hace, ya sea no responder una llamada o un mensaje, no atender a una cita, coquetear abierta y descaradamente con alguien más, etcétera. No importa que la razón, que usted en realidad ignora pero igual imagina, sea poco razonable. Recuerde que la base de toda buena decepción amorosa depende del cuento que nos contamos a nosotros mismos. Sea creativo.

9. Si desea acelerar el proceso, establezca un límite. El límite tradicional comienza como una advertencia: “si conoces a alguien más, prométeme que me vas a decir”. Si usted puede asumir con toda certeza que de parte suya y de su otro significativo, esta advertencia es innecesaria, probablemente no se decepcionará. Recuerde: las personas exitosas sólo hablan de éxito, hablar del fracaso es importante para asegurar la decepción.

10. Cuando ocurra algo que definitivamente termine con la relación, independientemente de que sea seria o no, recuerde todo lo que se esforzó, y siéntase completamente decepcionado. Ahora puede mirar las Instrucciones para curar el mal de amores y prepararse para empezar de nuevo.

martes, 14 de febrero de 2012

Amigas

Las noches en Puebla son una maravilla. Son lo suficientemente cálidas para andar en la calle a deshoras, y lo suficientemente frías para crear un ambiente de nostalgia. Estábamos en la azotea de la desnuda casa de Mónica. Hacía tiempo que no nos veíamos, y la ocasión había requerido un par de cervezas. Las estrellas titilaban sobre nuestras cabezas. La noche se me antojaba irrepetible. A los dieciocho años, una noche de cervezas con tu mejor amiga no puede ser otra cosa que memorable. Hablamos del amor y de la vida, como si a los dieciocho años supiera uno algo del amor o de la vida. Como si fuéramos a saber algo al respecto alguna vez. Las noches estrelladas me recuerdan a esa noche. Esa noche intercambiamos una promesa: el día que muera, en el último momento, si es que acaso piensas en alguien, yo voy a pensar en ti.

Para Mónica. 

domingo, 12 de febrero de 2012

Azar

El azar nunca tuvo la intención de que nos encontráramos. Nunca caminamos las mismas calles, nunca nos cubrieron las mismas estrellas. Nunca alcanzamos los mismos picaportes, y nunca te llamé por error, agregando “usted disculpe” antes de colgar el teléfono. Nunca nos tropezamos en el autobús; nunca fuiste ese amable extraño que me sonrió en la calle mientras caminaba recordando alguna amargura. Nunca fuimos al cine a ver la misma película, y nunca estuvimos a punto de vernos al doblar la misma esquina de una calle en la que nunca coincidimos. El azar no quería que continuara alguna historia que empezó como un error: como cuando me caí y ese amable extraño, que no eras tú, me ayudó a levantarme en el parque, o como cuando ayudaste a esa mujer, que no era yo, con las bolsas del mercado. La casualidad nunca jugó con nosotros. Y aún así, nos encontramos.

Para Rubén, seis meses después.
Inspirado en "Amor a primera vista", de Wislawa Szymborska

sábado, 4 de febrero de 2012

Epílogo: el viaje de vuelta

Ningún viaje está terminado, sino hasta que vuelves a donde empezaste, aunque en realidad no sea el mismo lugar de donde te fuiste (mi habitación ahora me parece ajena). Además, tengo que aprovechar el jetlag y su golpe de inspiración, y debería contarles la aventura del viaje de vuelta a México, porque para variar, las historias de Rubén y mías siempre acaban llenas de anécdotas.

Reservamos el viaje de vuelta con Despegar.com. No lo recomiendo nada. Mi primer vuelo salía de Salta a las 11:55, así que nos despertamos muy temprano para estar unas dos horas antes y no andar correteando por el aeropuerto con todo el equipaje, el cual merecería por sí sólo una entrada llena de historias, pero ya le tocará su turno en este post. Además, el Pinche Rubén siempre se pierde en Salta, así que tomamos la precaución de tener tiempo para eso también. Pero Rubén no se perdió y nos las arreglamos para llegar con muchísimo tiempo de anticipación.

Decía que no recomiendo a la citada, y de ahora en adelante innombrable, agencia de viajes, porque cuando llegué a hacer el check in, la chica del mostrador me miró consternada: cuatro días antes, la aerolínea avisó a la agencia que el vuelo se cancelaba, y me habían acomodado en el vuelo de las 9:35, mismo que había perdido. Aunque yo no había sido notificada y la aerolínea no debería hacerse responsable de las cagadas de la agencia, ella logró acomodarme en el vuelo de las 15:25, así que volvimos al auto con todo el equipaje, luego de que llamé a la agencia y maldije en buen mexicano a unas cuatro o cinco personas, porque no lograban comunicarme con quien me pudiera dar razón de nada.

A fin de cuentas, no era tan grave: tuvimos algunas horas más para estar juntos y platicar. Pero con todo y eso, a mí me fue inevitable llorar y llorar mientras hacía la fila para abordar. Y así, como magdalena, lloré y lloré: la azafata me preguntó si podía hacer algo por mí y pues, no, no podía, así que yo seguí chillona las dos horas de vuelo a Buenos Aires.

Ya en Aeroparque, las maletas tardaron unos veinte o veinticinco minutos en salir, y tuve que esperar entre empujones, puteadas en buen argentino, y niños chillones, como corresponde. Tomé un taxi desde la terminal hasta un hotelito donde pasaría la noche, y, miren ustedes, tuve la suerte de encontrarme con un taxista buenísimo, que me sirvió de terapeuta, como siempre hacen los buenos taxistas. Le conté un breve resumen de mi historia con Rubén, y estaba emocionadísimo. Hasta me dijo que cuando volviera a Buenos Aires, o bien cuando Rubén estuviera ahí, le llamáramos para que él nos llevara y trajera a donde fuera. (Si alguien quiere el número de mi taxista bonarense, deje su mail en los comentarios de este post, a él sí lo recomiendo).

En el hotel, esperaba poder ver a mi amiga @mariana_aran, pero ya no se pudo: la ciudad estaba bajo una tormenta fenomenal, había calles inundadas y pasaban cosas horribles por la lluvia. Yo de todas maneras me aventuré a salir a buscar algo que cenar y una caja de alfajores para mi abuela, pero para mi mala suerte todo estaba cerrado. Tenía hambre, estaba mojada como perro callejero, y lloriqueaba mientras caminaba. En ese momento, Buenos Aires me pareció horrible, pero supongo que sólo se debió a que nos conocimos en un mal momento. Volví al hotel, me pedí una pizza y una botella de vino, y me puse a platicar con @oh_Rima por Whatsapp (recomendadísimo) hasta que pude hablar con Rubén por Skype (que también recomiendo), hasta que me quedé dormida.

La mañana siguiente me levanté muy temprano para darme un baño y meter todo de vuelta a las maletas. Me quedaba una hora antes de que mi taxista bonarense pasara a recogerme, así que me aventuré a buscar lo único que tenía cerca para conocer: la Plaza de Mayo. Como buena chilanga, caminé y caminé como si supiera a dónde iba, y luego de algunas cuadras que caminé sintiendo que esas calles estrechas y esos edificios altísimos iban a tragarme, divisé un costado de la Casa Rosada. Se me fue el aliento, y para sorpresa de algunas personas que estaban de pie en la calle esperando qué sé yo qué, mi mandíbula cayó al piso luego de que solté un sonoro y emocionado ¡ah! Tomé un par de fotos, le di la vuelta en silencio al obelisco y me volví al hotel.

Mi taxista llegó por mí, y me llevó a Ezeiza, donde había un bloqueo de la gente del catering del aeropuerto, por lo que sólo había un carril de acceso y una fila de un kilómetro de largo para entrar. La de buenas es que mi cuñada @sil_ochoa me avisó y mi taxista previó eso, y llegué con buen tiempo para etiquetar mis maletas, luego de un trámite con la oficina de migración porque me excedí en el tiempo de estancia y debía pagar 300 pesotes. Ya lista para pasar a la sala de abordar, pensé que me sobraba un montón de dinero argentino, y por una muy mala decisión en materia de políticas de promoción al turismo, es imposible hacer nada con él, a menos que te lo gastes en Argentina. La cosa es que la venta y compra de dólares está restringida para ciudadanos, así que algo tenía que hacer con ese dinero. Traté de depositárselo a Rubén, pero no había bancos cerca; traté de mandarle un giro postal, pero la oficina de correos no tenía sistema, y traté de gastarlo en el Dutty Free, pero sólo se me ocurrió comprar una caja más de alfajores Havana (que muy recomiendo), porque además de que no tenía ánimo de nada, llevaba tantísimo equipaje que no sabía si lograría llegar con todo a mi casa.

El vuelo de Buenos Aires a Ciudad de México fue largo y aburrido. Para nada recomiendo viajar de día en vuelos tan largos. Salimos a las 12:55 hora de Argentina, y llegamos a México a las 21:30 hora local. Además del aburrimiento y el dolor de cintura, el avión iba lleno de chamacos, y lo único peor que eso son los padres de los chamacos que todo el vuelo quieren que se sienten, que no se sienten, que coman, que no coman, que se callen, que hablen, que brinquen, que se estén quietos y así. No recomiendo para nada a los padres histéricos, por cierto.

Sabes que estás en México cuando alguien quiere chingarte y efectivamente lo hace: junto a la banda cinco, donde esperaba mis maletas, un señor se ofrecía amablemente a cambiarte billetes por monedas de diez pesos para sacar un carrito de maletas. Le di el único billete de veinte pesos mexicanos que tenía, me dio mi carrito, y desapareció entre un montón de gente con mis diez pesos, el muy infeliz. Luego de media hora, entre que esperaba mis maletas y pasaba la aduana, salí de ahí a buscar el mostrador de Aeroméxico, para ver si era posible cambiar el vuelo a Monterrey para un día después. Y sí se podía, por la módica suma de 230 dólares. Como no aceptaban pesos argentinos, mejor me fui con mis 50 kilos de equipaje a tomar un taxi que me llevara a pasar la noche a casa de mi abuela, a dónde llegué a las 23:00.

Tuve que deshacer las maletas para encontrar las cosas que había llevado para mi abuela y mi familia en la Ciudad de México. Por supuesto, mi abuela se las arregló para darme una maleta extra de cosas que iba a mandar para Monterrey. Así que con bastantes kilos de equipaje más, mi taxista chilango (que también recomiendo porque sirvió de terapeuta y de quien también tengo el teléfono, si a alguien le sirve), pasó por mí a las 5:45 y me llevó de vuelta a la Terminal 2. Luego de etiquetar las maletas, pasé por tres casas de cambio que no manejan pesos argentinos, y resignada, pasé a la sala de abordar a esperar el último vuelo.

Lo único interesante de ese último tramo fue que el avión iba a Las Vegas y sólo hacía escala en Monterrey, y estuve tentada a mandarle un mensaje al Pinche Rubén: le iba a decir que me seguía a Las Vegas, trabajaría unos meses haciendo camas en el Luxor, y cuando juntara, le iba a mandar para que me alcanzara, nos casaría Elvis en La Capilla del Amor y él podría perder todos mis dólares jugando Texas Hold’em. Pero sólo me quedé con las ganas: sí me bajé en Monterrey, donde me esperaba mi ansiosa madre, mi silencioso padre y mi gruñuelo hermano menor, e hicimos el último tramo de viaje desde el aeropuerto hasta mi casa, una media hora en auto.

Me di cuenta de que mi exceso de equipaje se debía a que Rubén había estado comprándole un montón de cosas a mi madre, porque cuando llegué a vaciar las maletas, la mayor parte de las cosas eran para ella. ¡Ja! Y ella usó mi habitación de bodega, y ahora hay un desastre que me resisto a limpiar. Muy mal. Me dio de comer enchiladas y nopales y aunque lo agradeció mi paladar, todavía esta mañana tengo la barriga hinchada y adolorida por la comida.

Todavía me parece irreal todo este viaje, desde que salí de mi casa en Jujuy (esa sí la siento como mi casa), hasta que volví a casa de mis padres en Monterrey. Todavía me siento cansada, adolorida y atolondrada por tantísimos kilómetros recorridos, el peso de las valijas, la tensión de estar corriendo para llegar a tiempo y no perderme, y el estar resolviendo pequeños contratiempos. Con todo, mañana mismo tomaría la maleta para hacer el viaje de vuelta y estar con Rubén otra vez.

Por cierto, lo que también recomiendo es un novio como el mío: todo el tiempo estuvo pendiente de mí, con llamadas o mensajes al celular o a mi correo. Y aunque me pasé buena parte del viaje muy triste por dejarlo, se las arregló para hacerme sentir que no importa la distancia, ni el tiempo: es sólo el primer paso que tenemos que dar para estar juntos el resto de la vida. Espero que nos quede mucha.

miércoles, 1 de febrero de 2012

No es un final

Me es muy difícil lidiar con los finales, porque todos mis finales han sido tristes. Lo que me recuerda el momento más triste de mi vida, hasta ahora. La historia es así: participé en un espectáculo de la escuela, tocando el violín. Había cantantes, bailarines y otros músicos. Hacíamos covers de temas de películas, y como pasa siempre en ese tipo de actividades extracurriculares, le habíamos puesto al espectáculo mucho corazón, independientemente de lo mucho o poco que nos tocó contribuir. Al final de la última función, los parientes y amigos se acercaron a repartir abrazos, besos, flores y felicitaciones. Lo recuerdo especialmente porque a mí en lo particular nadie fue a verme y nadie fue a abrazarme. Empaqué mi violín, y sin mucho qué festejar, me subí a mi coche y me volví a mi casa sola.

Lo que uno aprende de los momentos más tristes es la felicidad: así de irónica es la vida. Y lo duro de la vida es que no lo aprendes en ese momento: tiene que pasar el tiempo para que tengas perspectiva y empiecen a caer los veintes.

De los veintes que me han caído a partir de esa experiencia el más importante es ese: que lo que me hace feliz es compartir. No importa lo bien o lo mal que estés en la vida, siempre que tengas un testigo de que has vivido, puedes soportar lo que sea, bueno, malo o regular.

Quizá por eso lidiar con este final será más fácil. Después de todo, no es un final: se trata tan sólo de puntos suspensivos. Es el “…continuará…” de mis aventuras jujeñas con el Pinche Rubén, a quien amo con locura, por cierto. Y ahora que lo escribo y lo comparto, me parece que no es tan triste, ni es tan difícil, ni es tan definitivo.

Le agradezco a los lectores que han permanecido fieles a nuestro pequeño drama tuitero: han sido muchos meses de muchas emociones y, sobre todo, de muchas risas. Yo todavía no acabo de asimilarlos y sin duda volveré a ellos muchas veces más, a recrearlos en letras o vayan ustedes a saber de qué manera. Por lo pronto quiero dejarles una última anécdota sobre la que he estado reflexionando estos últimos días:

Una mañana, a Rubén se le hacía tarde para irse a trabajar, y me pidió que le planchara una camisa. Nunca, o casi nunca, lo hace, porque puede hacerlo él mismo y no lo hace nada mal. Y sabe que aunque odio planchar, a él le plancho lo que quiera. Aparte del doble sentido, claro está. Total que yo tomé una camisa de su armario, una azul de tantas que tiene del uniforme de donde trabaja, y se la planché. Salió todo apurado y, ¡zaz! ¡Le había planchado una camisa que ya no se pone porque está vieja y desteñida! Me apuré a tratar de remediar mi equivocación, tratando de planchar una camisa nueva, pero lo único que logré fue hacerlo enojar porque, bueno, así de encimosa soy. Luego de algunos gruñidos, planchó otra él mismo y se fue enfadado. En ese momento me enojé muchísimo. ¿Qué cree que soy adivina? ¿A quién se le ocurre guardar una camisa vieja en el armario? ¿Cómo adivinar que no quería que la planchara yo otra vez? ¡Que no la chifle, que es cantada!

Ahorita me da risa, claro. Pero es una historia significativa por tres cosas. La primera es que uno siempre se acerca a la vida pensando que todos piensan igual que uno. YO no guardaría la ropa que ya no me pongo junto con la ropa que uso siempre. Pero esa soy YO, cualquier otra persona podría hacerlo distinto. Y a veces tienes que atravesar un pequeño drama como este, para darte cuenta de cosas tan importantes como esa: YO no soy todo el mundo, y todo el mundo no tiene que ser como YO.

La segunda cosa importante es deshacerse de lo viejo, para que deje de estorbar. No sé cuánto tiempo más estará esa camisa en el armario de Rubén, pero espero que la eche fuera pronto. Creo que si no soltamos las cosas viejas, las cosas que ya no nos sirven, no vamos a tener espacio para las cosas nuevas. Y léase que por cosas, no sólo me refiero a lo material: también las ideas y creencias viejas deben soltarse cuando ya no nos funcionan para ser felices.

La tercera cosa, obvio, es que a veces por tratar de ayudar, estorbamos. Me pasa demasiado seguido y creo que debo aprender a no hacer lo suficiente y un poquito más, sino sólo lo suficiente.

Supongo que con el paso del tiempo, todos estos meses que he estado viviendo y conviviendo con Rubén me darán luz sobre esas ideas y creencias viejas que debo soltar. Por lo pronto puedo decir que ahora me parece que el amor es algo muy distinto a lo que yo pensaba. Y es mejor. Y para seguir siendo fiel a mí misma, tengo que dejarles por escrito esta última reflexión: sigan a su corazón. No siempre los llevará a donde quieren, pero siempre los llevará a donde necesiten estar, a aprender lo que tienen que aprender, a conocer lo que tienen que conocer y a vivir lo necesario para seguir viviendo.

En Salta, muy enamorados 

Con esto cierro mis aventuras en Jujuy. De lo demás, ya se encargará la vida. Y de alguna otra manera, Rubén y yo seguiremos inventando nuestra historia, que es la mejor historia de amor, sólo porque es nuestra.