lunes, 3 de abril de 2006

El metro: nuevo deporte extremo

El día del concierto de Oasis decidimos tomar el Metro para llegar al Palacio de los Deportes, debido a tres razones fundamentales: era viernes, era quincena y está más o menos fuera de los límites territoriales en los que Armando y yo nos movemos.

Decidido estuvo, y salimos de Taxqueña con rumbo al norte, para hacer un trasbordo en Chabacano. El primer trayecto del viaje fue bastante tranquilo: fuera del
paquete de pilas de a cinco baros, del mp3 con los éxitos de la Zeta del momento (mismo que el ambulante reproducía en un aparato portátil muy potente), y de la novedad de que los nuevos vagones del Metro de esa línea tienen los tubos para agarrarte a la altura de barras olímpicas de gimnasia, llegamos a Chabacano sin mayor contratiempo.


Fue en Chabacano, luego de bajar tres tramos de larguísimas escaleras,
donde empezó la aventura, o lo que es lo mismo, dejamos la pared de rappel y nos lanzamos a las Rocallosas.

El primer carro que llegó estaba más que lleno:
había gente literalmente embarrada contra las puertas y las ventanas, y para sorpresa nuestra se bajó poca gente y se subió todavía más. Nos miramos con consternación, como quien sabe de antemano que muy probablemente peligra su integridad, sobre todo.

"Vamos a pararnos cerca de las puertas", me dijo Armando.
"
Bueno. Cuando llegue, ¡empuja!", contesté, con el candor de quien no mide sus palabras.

En efecto, no medí mis palabras. El siguiente carro llegó lleno de gente.
Nadie se bajó, y la invitación a empujar fue alegremente aceptada por diez personas atrás de nosotros. Ante tal situación, hice lo que toda mujer en pleno uso de sus facultades mentales podía hacer: cerré mis ojitos y grité.

Una vez que ya no sentí movimiento, amén de no sentir el suelo bajo mis pies, y las manos de alguién apretadas peligrosamente contra mi espalda, me callé y abrí los ojos.
Habíamos logrado exitosamente subir -más bien, nos subieron-, hasta el centro del vagón.

La situación era por demás cómica: como en un cuadro cubista,
había brazos, ojos, dientes y pies por todas partes, más la sensación de no saber en dónde empezaba el cuerpo, nos tenía doblados de la risa a Armando, a mí, y a un señor que estaba apretado contra nosotros por dos decenas de personas, y que hacía un esfuerzo sobrehumano por no reírse ni parecer divertido delante de nosotros.

Después de tres estaciones, que me parecieron el trayecto de Coapa a Satélite por Periférico a las dos de la tarde de un día cualquiera, llegamos a Velódromo.
Al grito de "bajan", Armando y yo tratamos de acerarnos sin éxito a la puerta. De nuevo la invitación a empujar surtió efecto, y los compañeros de viaje nos lanzaron fuera del vagón, a los pies de una sorprendida revendedora que, superada su sorpresa, nos preguntó con descaro: "¿le sobran boletos para Oasis?"

¿Qué aprendimos, niños? Lo que con conocimiento de causa reza la sabiduría popular
"¡Qué sabes de caricias si no te has subido al Metro!"


(¡Ah, pero cómo valió la pena!)

sábado, 1 de abril de 2006