Cuando volví a verlo, no había envejecido, y yo ya era una anciana respetable: habían pasado cincuenta años desde nuestro último encuentro. Él estaba idéntico a sí mismo: perdido entre los 30 y los 40, las mismas ojeras, el pelo entrecano apenas, un par de arrugas alrededor de los ojos. Sólo la mirada lo delataba. Había visto morir a sus padres, a sus hijos, a los hijos de sus hijos, y como el tiempo siguió desdeñándole, se fue. Se negaba a celebrar sus cumpleaños, y ahí nomás, un buen día, la negativa a dar testimonio del paso del tiempo, hizo que el tiempo en él se detuviera para siempre. Parece un castigo demasiado severo, pero también dicen que bien merecido. Yo lo vi, y vi en su mirada centenaria, aún de niño, que había vuelto a soplar la velita, a dejar que pasara el tiempo, y, al fin, a morir.
Para Rubén, en su cumpleaños.