Cuando el padre de mi padre murió, hubo una fiesta. Después de velarlo en casa de un pariente, lo llevaron en hombros a la Iglesia, y tras la misa de cuerpo presente, caminamos todos al cementerio. Después, volvimos a la casa de ese pariente y hubo una gran comilona. Yo no entendía, pero mi madre me dijo que eso se hace para agradecer a las personas que han acompañado a la familia en tan difíciles circunstancias.
Mi padre es de un pueblo muy humilde. La Ciudad de México está formada por muchos pequeños mundos, y uno de ellos es el pueblo de Iztacalco. Conserva la tradición de hacer fiesta cada que alguien se muere, las bodas y los bautizos duran días, y las mujeres ancianas pueden rezar el rosario completo de memoria, casi sin tomar aire. Las tortillas son la cosa más deliciosa en ese lugar, y el pan sabe verdaderamente a gloria.
Es increíble: el ritual de comer y todo lo que lo que lo rodea parecen ser uno de los rasgos característicos de nuestra cultura. La hora de la comida es la hora de hablar de negocios, de compartir con amigos o familia, de intercambiar experiencias. Es el momento más importante del día, el punto clímax de fiestas y reuniones, de celebraciones como bodas, o de lamentación conjunta, como en el caso de los velorios de pueblo.
Además de ese detalle, de todo el ritual que implica comer, no cabe duda que nuestra cocina verdaderamente se gana cualquier premio culinario internacional. Definitivamente, la UNESCO sí debe considerarla patrimonio cultural de la humanidad.