De las películas de Darren Aronofsky, la que me ha parecido más personal es Black Swan. No es sorpresa: el cine, pero en el fondo todo el arte, depende del artista tanto como de la interpretación de quien lo mira. Es como un jarrón lleno de agua que se transporta entre dos personas que se miran a los ojos: se avanza sin titubeos, para que el agua no se derrame, aunque no sepas bien a bien hasta dónde te va a llevar.
Black Swan está basada en un ballet que la Ópera de Moscú encargo al enorme romántico Tchaikovsky en 1877, y es sin duda una de las piezas orquestales más conocidas y amadas en todo el mundo. La trama de la historia, una fantasía en la que una bella joven ha sido convertida en cisne por un hechizo que sólo el verdadero amor puede romper, es arquetípica de los cuentos de hadas, aunque la obra original de Tchaicovsky, las más de las veces, no tiene un final feliz. En la versión más conocida, la joven muere de la peor forma posible: muere de amor.
Aronofsky rescata esta magnífica obra romántica para que una compañía de ballet la lleve a escena. Su Reina Cisne (Natalie Portman), no sólo debe dominar las cuestiones técnicas de su arte, sino asumir el rol protagónico de su propia vida, llegando más allá de los límites de la locura. Justamente se trata de un filme sobre los límites, sobre los extremos luminosos y oscuros del ser que habitan en cada uno de nosotros. El balance entre uno y otro es logrado de forma magnífica por la combinación de la dirección, la música, la fotografía y la actuación incomparable de su protagonista.
Mi sensación es que esta es una cinta que debe habitarse, más que verse. Quizá me impresionó al reconocerme en los extremos de la doble interpretación de Portman porque suelo vivir en ese doble filo. Y, claro, el sentimiento al final es que hay que estar así de loco para entender lo que es estar así de enloquecido.
La amé, hoy más que nunca, desde mis más oscuros extremos. Cinco palomitas.
Hace 8 años.