He seguido con atención los comunicados de Javier Sicilia, especialmente el último video en el que convoca a una marcha nacional el próximo 8 de mayo. Me reservaré, por lo pronto, mi opinión sobre la marcha como herramienta de protesta, y más bien quisiera traer la atención a un problema un poco menos coyuntural.
El discurso de Felipe Calderón, al inicio de su sexenio, se centró en declarar la guerra contra el narco. En pocos meses, se hizo evidente que lo que eso implicaba –si bien no lo significaba–, era un recrudecimiento de la violencia, un aumento sin precedente de todos los delitos en todo el país (sólo en Nuevo León, por ejemplo, el homicidio aumento un 298% entre 2009 y 2010), y una creciente percepción de que las cosas se le han salido de control al Gobierno Federal. Casos como el del hijo de Javier Sicilia y sus amigos (si bien no son los únicos ni los primeros, y tristemente, todos los días vemos que tampoco serán los últimos), pusieron en evidencia que lo más fundamental, la vida de todos los ciudadanos, estaba en la línea de fuego, y sin mencionar lamentables declaraciones como que esos ciudadanos caídos son “daño colateral”, la gran publicidad de casos como el de Javier y Jorge, los alumnos del Tecnológico de Monterrey que fueron asesinados el año pasado sin que aún se sepa exactamente qué fue lo que pasó, y el del mismo Juan Francisco Sicilia y sus amigos, han hecho que la sociedad civil se movilice en torno a un discurso de “no a la guerra”, “no más sangre”, “ya basta”, y otras consignas igualmente razonables y quizá necesarias.
Pese a lo razonable, ese discurso del “no a la guerra” inquieta porque el problema se ha trasladado a la superficie, como ocurre siempre que la opinión pública se apodera de un tema en una sociedad mal educada, mal leída y, desde luego, mal alimentada. El problema de fondo no es la guerra contra el narco y terminarla: el problema son las causas profundas del narco, causas que, por otra parte, la situación económica y social de millones de familias han agudizado. Sin duda, los más aguzados analistas y opinadores estarán de acuerdo en que el problema de fondo no es el narco, sino la pobreza, la falta de empleo, y las poquísimas oportunidades de educación y superación. Y sin duda, quienes están pagando los platos rotos son los jóvenes, toda una generación perdida: según estadísticas judiciales más del 50% de delitos federales y del fuero común son cometidos por jóvenes de 14 a 29 años. Y si “Presunto Culpable” nos dice algo, es que muchos de los jóvenes que efectivamente acaban en las cárceles, ni son culpables ni tuvieron acceso a una justicia de verdad. Parece que la consigna es acabar con los jóvenes de esta generación, bien llenando con ellos las cárceles, o de plano orillándolos a las filas de los grupos delictivos.
Más aún: el problema en la superficie del discurso es que se cree que la paz es la ausencia de guerra. Justamente el discurso de la sociedad civil se ha vertido sobre la idea de que no queda claro qué es ganar la guerra contra el narco, y el reclamo, sin duda justo, justificado, moral y necesario, es que deberíamos tener derecho a vivir, y sobre todo, a ejercer nuestros derechos en paz. Lugares comunes se han vuelto la necesidad de mayor presencia del ejército, o sacarlo de la calle del todo (dependiendo de qué tan corrupta se percibe la policía local); mayores penas para los delitos como el secuestro y el homicidio (como si automáticamente esto constituyera un desincentivo para ellos); legalización de las drogas (como si el asunto del narco estuviera ligado sólo a drogas, y no también al a tráfico de armas, de personas, pornografía infantil, lavado de dinero, piratería, y otras más). Todas estas ideas, junto al reclamo de “no más sangre”, ni siquiera en el entendido de que estas y otras medidas fueran efectivamente tomadas, garantizan la paz. Porque la paz no es ausencia de guerra.
Haciendo un ejercicio de imaginación, ¿qué cambiaría si de pronto acabara la guerra contra el narco? Nada. Porque la paz no es no-guerra, sino no-violencia. El caso de Colombia y la aguda mirada de Leonel Narváez nos han enseñado que las pequeñas violencias, derivadas de una cultura en donde perviven el autoritarismo y el individualismo, se ven exacerbadas por un contexto social en el que la desigualdad deviene en rencor y éste asimismo genera violencia. Aún con el fin de la guerra contra el narco –lo que sea que eso signifique, tanto para el Gobierno Federal como para la sociedad civil-, la violencia cotidiana seguiría siendo la norma, en tanto y en cuanto no se invierta en una educación que privilegie el respeto al otro, el perdón como herramienta política y la reconciliación como visión de Estado.
Sin duda, lo más preocupante es que capitalizar el discurso de la no-guerra será labor del PRI para las próximas elecciones, pues aunque mucho se desdiga, Sócrates Rizzo no nos dejará mentir: el balance de poder entre el narco y la clase política fue mantenido por el PRI durante décadas. Aunque curiosamente, los estados más violentos, salvo Michoacán, son gobernados por el PRI (y eso debería provocar más de una pregunta). Y mientras en la superficie se mantenga esa falacia, de la paz como no-guerra, será imposible superar el escenario de violencia que por encima de todas las cosas, vulnera el Estado de Derecho y por ende, los derechos fundamentales de todos los mexicanos. Temas como corrupción, representatividad en las legislaturas, y rendición de cuentas pasarán de largo junto con asuntos como la educación, la salud, y el desarrollo técnico científico, que urgen tanto en el país.
El llamado de Sicilia, el “estamos hasta la madre” y el hecho de tomar las calles y protestar son de suyo actos violentos. No me queda claro todavía si son necesarios, pero no dejan de parecerme insuficientes. Ignoro si apostar a la movilización constante de la sociedad civil, que parece ser la apuesta de Sicilia, sea el camino hacia el tan anhelado cambio. Y desde luego, no sé qué es lo que hay que hacer, pero sin duda, nadie lo sabe, y esa debería ser una oportunidad para ponernos creativos al respecto.
Hace 8 años.