Hay heridas que no dejan cicatriz, porque no sanan nunca.
Hace algunos años me hice un piercing en la nariz. Lo hice, primero, porque quería hacerlo. En segundo lugar, porque alguien me dijo que no podía hacerlo, y tengo la estúpida costumbre de ser necia y hacer del “no” un “sí”. Tercero, para recordar algo: hay heridas que nunca se deben olvidar.
La gente que me conoce, antes y después del piercing, tiene reacciones variadas: algunos no le dan la mayor importancia. Otros más dicen que se ve bonito. Y hay otros que me preguntan si me dolió. En esas ocasiones, mi imaginación me lleva de vuelta a ese lugar, al olor a alcohol y a látex quirúrgico, al intenso dolor en la nariz, a las lágrimas que me rodaron por las mejillas. Sonrío y le respondo a esa gente: “claro que me dolió: esa era la idea”.
Nadie me ha preguntado por qué esa era la idea. Supongo que les asombra lo cínico de la respuesta. Y sin embargo, esa era la idea: sentir un dolor tan intenso que nunca se me olvidara por qué lo había hecho. Y luego mirarme la cara todos los días y recordar, más que el dolor, el por qué.
¿Por qué lo había hecho? Porque me había olvidado de mí misma, tanto que casi me pierdo. Y necesitaba prometerme un nunca más.
Hoy me miro al espejo, veo en mi nariz ese brillante que me la atraviesa de lado a lado y sonrío. Me miro al espejo y lo veo, especialmente en momentos en que siento que me estoy perdiendo. Entonces me acuerdo de la herida y del dolor, y me acuerdo de acordarme de que no estoy tan perdida y me siento mejor.
Y además sí: se ve bonito. Es de las heridas que mejor me va.
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