viernes, 2 de diciembre de 2011

Vivir conmigo no es fácil

Vivir conmigo no es fácil. Y no es que me haya dado cuenta de pronto: la verdad es que llevo años observándome. Vaya, no es tampoco que me esté observando todo el tiempo: cualquiera sabe que no se puede actuar y analizar al mismo tiempo, y por esa razón es importante observarse a uno mismo a través de la gente que comparte nuestros tiempos y espacios.

Pues bien, lo que yo he podido observar con cierto detenimiento son mis incongruencias. Tampoco es que todo el mundo sea tan coherente como teorema matemático. Antes al contrario: toda la gente, sin excepción alguna, es así. Dice una cosa y en los hechos hace otra muy distinta. Quizá lo que nos permite vivir con nosotros mismos es justamente que no nos percatamos de esa incongruencia y vivimos en la dulce creencia de que el ser y el decir-que-soy son una y la misma cosa.

Por ejemplo, llevaba apenas un par de días viviendo con Rubén, y antes de salir para irse a trabajar, me dejó dinero “para lo que necesites”. Antes del café y con un poco de jetlag, no pude hacer más que tomarlo y decir “gracias”. Mi feminazi interior, cuando tuvo su dosis necesaria de cafeína, se retorció por dentro. “¿Cómo? Pero, ¿cómo se te ocurre recibirle dinero?”, así, toda ofendida y verde del coraje. Claro: mi educación postmoderna rayana en el feminismo talibán tenía ganas de darme con una regla de madera en las manos por recibirle dinero a un hombre. ¡A un hombre! ¡Tú, que estás acostumbrada a financiar “lo que necesites”! Igual tomé el dinero y me fui al súper y como si fuera mi abuela (que nunca trabajó más que en su casa), compré víveres y otras cosas para preparar en la semana.

¡Qué incongruencia! Claro. Me veo ahora, semanas después, y aunque en el fondo no es lo mismo, es exactamente la misma situación que vivió mi abuela y mi madre después de ella: estoy en casa de mi otro significativo, me da dinero, compro víveres, le hago la comida, tiendo la cama, me aseguro de que las cosas estén más o menos en su lugar (o en donde yo me imagino que deberían estar), lo recibo por las tardes y le doy de cenar. Si tengo suerte, él lava los platos (últimamente le ha entrado la rebeldía y no lo hace), se plancha sus propias camisas y barre.

Me doy cuenta de que digo que en el fondo no es lo mismo, pero lo es. De alguna extraña manera, aunque tengo muchos más años de escuela y he trabajado más años que mi madre y mi abuela juntas, es exactamente lo mismo. Me vienen a la mente no sé cuántas páginas que he leído y reflexionado sobre el papel de la mujer en la sociedad, todo lo que, en teoría, ha cambiado, la cantidad de mujeres que optan por estilos de vida no tradicionales, mis propias amigas que, aún casadas, no levantan ni su ropa sucia, y sólo puedo concluir que me da exactamente lo mismo lo que diga la teoría. A fin de cuentas, uno busca su propia felicidad, y si la encuentra en cosas tradicionales, qué bueno, ¿no?

Me pregunto si sólo me lo digo para justificar inconscientemente mi circunstancia actual, la cual, de más está decirlo, sí me hace muy feliz. Aunque mi feminazi interior se retuerza de coraje.

Otro ejemplo que pensaba es cuánto me molesta que me chiflen los hombres en la calle. Vaya, no sólo que me chiflen: que me griten cosas, o que me miren como si fuera un apetecible pedazo de carne fresca. Es molesto, porque me siento una cosa linda que podría muy bien estar en un aparador. Lo aborrezco. Pero, por supuesto, el día que se me ocurre salir sin bañar, en fachas, sin gota de maquillaje y con las lagañas todavía en los ojos, y nadie me voltea a ver, como que mi ego sufre poquito. Por supuesto es una incongruencia. O sea, ¿te gusta o no que te chiflen? Pues no me gusta, pero me da la certeza, al menos, de que me veo bien. Y puedo racionalizar todo lo que quiera, justificarlo como más me guste, pero el hecho es que sí me choca que me griten cosas en la calle, pero me doy cuenta cuando no lo hacen.

Otra cosa son, por ejemplo, los gritos. Me choca la gente que grita, sobre todo cuando los gritos son furiosos y más que otra cosa son catarsis para no-sé-qué trauma o problema psicológico. Pero el otro día iba caminando con Rubén y le contesté a gritos. Fue sin querer, la verdad. Y claro, cuando me dice que “la conversación es entre Rubén y Nadia, y no entre todo Jujuy, y Rubén y Nadia”, me doy cuenta de que sí, en efecto, hablo a gritos. Mucho. Soy escandalosa, como dice él. Y entonces ya no sé si de verdad lo encuentro molesto o si sólo me digo eso porque me molesta que los gritos de otros no dejen que se escuche lo que yo, a gritos, quiero decir.

Podría seguir ilustrando, querido lector, las incongruencias de las que me percato en mí misma: que me gustan las cosas claras pero me cuesta mucho decirlas, que me choca el drama pero contribuyo bastante a hacerlo, que odio el desorden pero mis cajones son un desastre, que quiero que me entiendan pero me niego a entender (este es típico, creo, de la especie humana), me choca la gente incongruente, pero así soy, y así.

En suma, vivir conmigo no es fácil. Él también tiene lo suyo (y vaya que lo tiene), pero aún así, le deberíamos dar un premio o algo al Pinche Rubén, por aguantarme.

1 comments:

La Blu

Ah... que hermosas reflexiones compartiste; algunas también me las planteé cuando empecé a vivir con mi marido. Y me preguntaba si la vida es así como dicen las abuelas que es, o como dicen ahora que debe ser.
Pero es lindo, es lindo ir al mercado y comprar víveres y cocinar... y tener la casita linda. No importa quién haga qué, mientras sea juntos.

...

Me cuestiono lo de los gritos, quizá sea eso, no me gustan los gritos ajenos porque no me dejan escuchar los propios.

Oh Nadia, que lindo es leerte.

Un abrazo fuerte.