martes, 17 de agosto de 2010

¿Puede o no puede frustrarse la esperanza?

“Todo tiene su tiempo
y todo lo que se quiere
debajo del cielo tiene su hora:
tiempo de nacer y tiempo de morir…”
Eclesiastés 3:1

Jennifer yace en la camilla de una ambulancia, y suelta su último aliento. Lo que muere con ella primero es su cerebro, esa magnífica obra de la evolución que ha sido capaz de dejarla ser ella, de conocer y de vivir por espacio de 26 años. Las células de su cerebro son incapaces de producir y almacenar energía para mantenerse vivas y por eso se han ido con ella, menos de quince minutos después del cese de su respiración.

Jennifer ya no está ahí, y el resto de sus órganos ha entrado en un estado de alerta. Ignoran lo que ha pasado, pero cada una de sus células se enfrenta a una decisión de vida o muerte. Vivir para sí, para el órgano individual al cual pertenecen, o morir para todos, para el organismo que les ha dado cobijo durante toda su vida. De cara a esta difícil situación, siempre triunfa la esperanza: poco a poco las células de sus órganos blandos –riñones, hígado, bazo– deciden suicidarse. Deciden que es mejor no seguir consumiendo recursos –azúcar, energía y oxígeno–, que pueden ser necesarios para otros órganos, para mantener vivo a todo el organismo (Dvorkin, M A; D. P. Cardinali, 2003, págs. 804, 805). Es una esperanza fundada: reconocen que todavía existe la oportunidad de sobrevivir, hasta que esta esperanza se frustra con la muerte inminente de todo el organismo que les da cobijo.

El fenómeno de la apoptosis, es decir, el suicidio celular que acontece cuando un ser vivo perece, da parte de una realidad físico-químico-biológica, y sin embargo, es muestra de que la esperanza fundada es, por extensión, fundamental al ser humano complejo que vive, piensa, es y produce su vida diaria. La diferencia fundamental entre apoptosis y necrosis – la muerte celular – es que en la necrosis las células se destruyen, liberando todos sus contenidos y propiciando inflamación y propagación del daño, como sucede en una infección. Durante la apoptosis, la célula más bien se secciona en cápsulas que son procesadas por el sistema inmune, evitando propagar los daños a su ambiente: es un suicidio premeditado, ordenado y limpio (Dvorkin, M A; D. P. Cardinali, 2003, pág. 1094). En términos morinianos es parte de los principios de todo sistema complejo: admitir la interdependencia del sistema con su ambiente, pero también reconocer que el todo está en la parte que está en el todo, y todo el sistema comparte las características suficientes para explicarnos al todo y a las partes (Morin, 2006, pág. 87). El ser humano es las células que lo forman, y las células son como el ser humano al que dan vida. Así, con ellas compartimos la esperanza.

Ante todo, la esperanza debe ser entendida como posibilidad. En términos del filósofo Ernst Bloch, esto significa que no está anclada a los castillos en el aire, a esperar en términos de ensoñaciones irrealizables y auténticamente frustrables, sino a la sesuda consideración de las posibilidades concretas, de las tendencias identificables, de la posibilidad de que ocurra lo imposible dentro de lo posible (Bloch, 2007, pág. 170). Frente al wishful thinking, las falsas expectativas y el autoengaño, la esperanza fundada, motor físico-bio-antropológico de la vida humana, es ante todo creadora en el más puro sentido sartreano de proyectar el ser hacia el futuro (Sartre, 2007, págs. 139-143), pero también es frustrable, porque al abrirse hacia ese futuro, apunta a lo modificable, a lo no dado, a lo “todavía no”, a la falta de certeza, a la apuesta decisoria entre el ser y el puede ser que podría no concretarse. Y parece que la esperanza es además una decisión individual, autónoma y personal. Así se entiende, por ejemplo, la difícil valoración de esperanza que debe hacer un médico de emergencias antes de resucitar a un paciente: “para mucha gente, el último latido de su corazón debe ser el último latido de su corazón” (American Heart Association, 2000).

La esperanza es frustrable, de lo contrario no es esperanza (Bloch, 2007, pág. 167), sentencia el gran estudioso de la utopía en el pensamiento occidental. De nuevo parece un juego al que nuestro “yo”, encerrado en nuestros organismos biológicos y al mismo tiempo libre para pasearse entre el pasado y el futuro, se presta necesariamente, porque “no sólo donde hay peligro surge la salvación, si no también… donde hay un salvador allí crece también el peligro” (Bloch, 2007, pág. 172). La esperanza es recursiva: reconoce desde el hoy que el futuro puede ser distinto, y mira en el pasado las posibilidades hoy realizadas que lanza al porvenir. La esperanza fundada es además la herramienta bio-psicológica que nos ayuda a trascender; por eso el mundo es el laboratorio de la posible salvación (Bloch, 2007, pág. 172).

Jennifer[1] falleció el día de hoy, hace cuatro años. Su vida breve fue toda ella testimonio de esperanza: esperanza de ser mejor, de lograr el éxito, de cambiar a este país al que verdaderamente amaba, esperanza de ser mamá y esposa. Fue esperanza fundada, no sólo por el hecho de que se frustró aquel 17 de agosto en que perdió la vida, sino porque estaba anclada en las posibilidades de que esa mujer inteligente y capaz podría haber visto realizadas. Y como podemos vislumbrar, hasta en los momentos más definitivos, incluso nuestras propias células, artífices de nuestra vida, tienen esperanza.

[1] Jennifer García Herreros nació el 14 de febrero de 1980. Estudió la licenciatura en Relaciones Internacionales en el Tecnológico de Monterrey, Campus Ciudad de México, obteniendo el mejor promedio de la generación en la División de Humanidades y Ciencias Sociales. Junto con esta distinción, recibió una beca para realizar sus estudios de Doctorado en esa institución, así como la oportunidad de colaborar en el proyecto educativo del Tecnológico en Campus Ciudad de México y Campus Santa Fe. Falleció en un accidente automovilístico el 17 de Agosto de 2006. Le sobrevive su familia, sus maestros y amigos, y toda la generación 2004 de LRI, LMI y LPL.

Bibliografía
American Heart Association. (2000). International Guidelines 2000 for CPR and ECC. Circulation , 102:I-1-I-11.
Bloch, E. (2007). ¿Puede frustrase la esperanza? En C. Gómez, Doce textos fundamentales de la ética del siglo XX (pp. 165-173). Madrid: Alianza Editorial.
Dvorkin, M A; D. P. Cardinali. (2003). Best & Taylor. Bases Fisiológicas de la Práctica Médica. Buenos Aires: Editorial Médica Panamericana.
Morin, E. (2006). El Método 4. Las ideas. Madrid: Ediciones Cátedra.
Sartre, J.-P. (2007). El existencialismo es un humanismo. En C. Gómez, Doce textos fundamentales de la ética del siglo XX (pp. 134-162). Madrid: Alianza Editorial.

miércoles, 4 de agosto de 2010

Hanover Street

Creo que todos estamos de acuerdo que Harrison Ford nunca pasará a la historia como el galán de galanes, porque en realidad su carrera se ha consolidado gracias a personajes de acción como Han Solo, Jack Ryan o Indiana Jones. Pero la verdad es que hubo una vez que este gran actor de grandes y lindos ojos castaños fue el galanazo protagonista de una bellísima historia de amor.

Hanover Street es una historia ambientada en el Londres de la segunda guerra mundial, e involucra un triángulo amoroso entre un piloto estadounidense (Ford), una enfermera voluntaria inglesa (Lesley-Anne Down) y su marido, un burócrata del servicio de inteligencia (Christopher Plummer). Si bien el tema puede parecernos a todos muy familiar, y aunque no le llega ni a los talones a la amada Casablanca, la historia escrita y dirigida por Peter Hyams (más conocido por su trabajo en 2010: The Year we made Contact), tiene excelentes actuaciones, buena ambientación y una música para rasgarse las vestiduras.

Aunque siempre preferiré a Ford de sombrero y con el látigo (prrr, prrr, prrr), en esta película de 1979 está excelente, su interpretación te toca el corazón y al final seguro necesitarás un pañuelo.

Cuatro palomitas.