martes, 23 de diciembre de 2014

Navidad era mi abuelo


Navidad era un árbol enorme, lleno de luces y adornitos. A sus pies, el rodete de fieltro que hizo alguna vez mi mamá y que quién sabe dónde quedó. Y muchos regalitos. Navidad era el olor al ponche de la Abuela, y que me dejara masticar las cañitas y dejar los tejocotes. Era el pastel de tres leches de mi mamá; era mi tío, su guitarra, mis tías y mi mamá cantando, mis primos y muchas luces de bengala, mis hermanos traveseando. Mi papá poniendo regalitos bajo el árbol y abriendo cacahuates. Pero sobre todo Navidad era mi abuelo, su risa llenando toda la casa, sus ojos llorosos por picar la cebolla de ese bacalao que nunca me gustó y que perfumaba toda la cuadra, sus manos abrazando un whiskey y sus labios besando un Raleigh. Navidad era mi abuelo y su voz y sus manos. Ya nunca será Navidad.

lunes, 1 de septiembre de 2014

Mi pequeña


Mi pequeña, que ayer apenas me miraba desde su quietud, que sólo sonreía y parecía decirlo todo con la mirada de sus enormes y bellos ojos, que andaba pegada a mi cuerpo y sin mí no salía, puso sus dos piececitos sobre el suelo, se aferró con su manita a mi mano, y riendo a carcajadas y gritando de emoción, dio sus primeros pasos, en el parque de esa plaza en donde ha crecido tanto, entre esos árboles que ya conocen nuestros juegos y nuestros cantos, donde está ese columpio blanco en donde siempre nos mecemos largos ratos. Mi pequeña sigue siendo pequeña, sigue necesitando mi mano, mis mimos y mis cantos, pero ya sabe que bajo sus pies chiquitos se va haciendo su camino, ya se dio cuenta de que tiene su propia risa y su propia voz, y ahora sabe cómo y de qué se trata vivir feliz.

jueves, 7 de agosto de 2014

Me equivoqué


—Ya no te amo.

Me hubiesen sobresaltado esas palabras de tu boca, en la oscura habitación, esa noche de lluvia y ventarrón, si no las hubiera sentido también en mi corazón. Me di la vuelta en la cama y me dormí. Al día siguiente ya no estabas cuando desperté, supuse que te fuiste para no volver; habías dejado la alianza en el cajón, asumí que ya no querías ser ni estar conmigo nunca más. Hice mi maleta, pero tuve buen cuidado de no guardar nada que me hiciera recordar, hasta dejé al anillo junto al tuyo en el cajón, conociéndote estarán juntos más tiempo que tú y yo. Me fui a la estación a esperar el autobús, esperaba escuchar detrás de mí un “no te vayas” que no llegó, así que abordé, me fui, escapé. Y mientras me alejaba pensaba que tal vez lo dijiste dormido y yo me equivoqué.


viernes, 25 de julio de 2014

Cumpleaños


Cuando volví a verlo, no había envejecido, y yo ya era una anciana respetable: habían pasado cincuenta años desde nuestro último encuentro. Él estaba idéntico a sí mismo: perdido entre los 30 y los 40, las mismas ojeras, el pelo entrecano apenas, un par de arrugas alrededor de los ojos. Sólo la mirada lo delataba. Había visto morir a sus padres, a sus hijos, a los hijos de sus hijos, y como el tiempo siguió desdeñándole, se fue. Se negaba a celebrar sus cumpleaños, y ahí nomás, un buen día, la negativa a dar testimonio del paso del tiempo, hizo que el tiempo en él se detuviera para siempre. Parece un castigo demasiado severo, pero también dicen que bien merecido. Yo lo vi, y vi en su mirada centenaria, aún de niño, que había vuelto a soplar la velita, a dejar que pasara el tiempo, y, al fin, a morir.

Para Rubén, en su cumpleaños.

miércoles, 21 de mayo de 2014

Mis tenis


Todos tenemos algo así en el ropero: el vestido del día en que nos conocimos, la chamarra que llevé a aquel concierto, el viejo pañuelo del abuelo. En mi caso, es un par de tenis viejos. Cuando camino, rechinan y se quejan. Han perdido el color y un poco las suelas. Les tengo cariño porque calzan como un guante, pero también porque abrazaron mis pies en largas caminatas. Estuvieron conmigo por varios años, y es más: por varias ciudades. Fuimos juntos a pasear por México, Monterrey y Buenos Aires. Conocen Jujuy, sus caminos y sus calles. También estuvimos por la Quebrada de Humahuaca, vieron Bolivia, Chile y Lima de pasada. Pero lo más importante es que a la altura de esos tenis, luego de andar siete mil kilómetros y tres aeropuertos, una vez llegando a Salta, caminé rápido hasta donde estabas y te di por primera vez un primer beso.

viernes, 9 de mayo de 2014

Hoy me vi


Hoy me vi en el espejo, ¿dónde va a ser? Hace mucho que no pasaba, ¿quién tiene tiempo para eso? Me vi la piel pálida, los ojos sumidos, profundas ojeras y arrugas someras. Me vi cansancio, me vi cansada, me vi más vieja de lo que recordaba. Hoy me vi los rizos cayendo desordenados, sin máscara de pestañas y sin color en los labios. Me vi muchas batallas perdidas, sueños abandonados, insomnios caminados y silencios bien guardados. Luego miré mis manos: han perdido lozanía, están manchadas, arrugadas, casi diría marchitas. Hoy me vi, y debajo de todos mis quizá pocos años, de aquellas arrugas y manos viejas, todavía hay una niña que desea brincotear en los charcos. Todavía queda una chispa en la mirada que dice sigue: no todas las batallas serán ganadas, pero al menos podemos soñar que sentadas en un columpio, la vida es sólo subir y bajar.

lunes, 5 de mayo de 2014

Hoy te vi


Hoy pasé otra vez por la plaza de tu pueblo, y por esa banca entre los naranjos en la que te sentabas a hacer la tarea y a soñar, y, tal vez por el calor, tal vez por el cansancio, me pareció verte ahí sentado con un libro entre las manos. ¿A quién estarías esperando? Parecía que llevabas ahí mucho tiempo, tal vez años. ¿Estarías esperándome? No creo, pues a tu vida llegué algo tarde. Te veías como ese muchacho de cabello alborotado y ojos grandes y brillantes que a veces todavía se asoma, ingenuo, cuando compartimos una risa y un cigarrillo. Ese que está ahí debajo de tanto cansancio y tanto tedio. Quise saludar, pero no habría soportado que no me reconocieras: he perdido mi cara de muchacha. Quise parar, pero pasé de largo, porque te veías como un recuerdo, pero uno que no era, que nunca será, mío.

jueves, 17 de abril de 2014

Mi Gabo


Decir que tienes un recuerdo personal de un escritor al que nunca le viste más que las letras puede ser casi pretencioso. Y pese a ello, a veces uno se aficiona tanto a sus palabras, a sus historias y personajes, que podría pensarse que lo conoce, o más exactamente, que ese escritor le conoce a uno, y escribe lo que escribe para que justamente uno lo lea. Así, eventualmente, uno se encariña con ciertos libros, con ciertas historias, con ciertos temas, y estos pasan a formar parte de la propia biografía personal.

Yo debo haber tenido doce años, porque era en el libro de texto de sexto de primaria que había un texto hermosamente escrito, sobre una tal Úrsula que tenía su casa llena de pájaros, tan llena que debía taparse las orejas con cera de abejas para que el ruido no la volviera loca. Al calce de ese escrito, que no debe haber ocupado más de dos páginas de esos libros horribles y de mala calidad que eran por entonces los libros de texto gratuitos, venía la fuente del texto: “Cien años de soledad, Gabriel García Márquez”. El texto era tan cautivador, y el título del libro tan sugerente, que enseguida se lo pedí a mi papá. Unos días después tuve una copia en mis manos: fue el primer libro de literatura “seria” que leí en mi vida, y fue el primer libro que pude llamar mío.

Por supuesto, debo haber tardado por lo menos seis meses en terminarlo. Es un libro difícil de leer para una niña de doce años, pero recuerdo con mucho cariño y emoción todas esas noches (me gusta leer de noche) en las que me metía en la cama, encendía la lámpara, y retomaba la lectura hasta sentir los párpados pesados. Tras terminarlo, lo volví a empezar. De nuevo me tomó muchos meses la lectura. Y debo confesar que después de eso, lo leí por lo menos una vez cada año durante los siguientes quince años.

Y luego está el verano de 1995. Ocurrió una coyuntura muy especial: mi abuelo había muerto el verano anterior, y yo estaba haciendo la prepa en el Tec de Monterrey en la Ciudad de México, y debía hacer un par de materias ese verano. Entre una y otra clase, tenía un receso de dos horas y nada de ganas de amigarme con nadie. En ese tiempo muerto, me leí todo lo que nuestra biblioteca tenía de Gabriel García Márquez. Sacaba el libro y me iba a la terraza a leer (jamás me ha gustado leer en las bibliotecas), lo terminaba en un par de días (ya para entonces era una lectora curtida) y sacaba uno más. Uno tras otro, debo haber leído por lo menos siete u ocho libros suyos. Fue uno de los mejores veranos.

Después vino 2004. Al fin llegaba a las librerías la largamente esperada Memoria de mis putas tristes. Para mí era una ocasión especial, así que la compré, me metí en el Sanborns de los Azulejos, y con un café y otro más, me la leí de tapa a tapa en un ratito. Ahora lamento no haberla saboreado un poco más, pero tenía escenas tan familiares, lugares que ya había visitado antes, en otros libros, en otros cuentos, que no pude sino bebérmela de un sólo trago. Esa, por cierto, fue la última vez que compré un libro y me metí a leerlo a un café, no me pregunten por qué.

En fin, podría decir con bastante precisión qué estaba pasándome en la vida cada vez que yo leía a García Márquez. He leído mucho, y a muchos, desde aquellas primeras noches bajo las sábanas con mi copia de Cien años de soledad. Pero Gabo sigue siendo mi favorito. Quizá hoy que se ha ido le lloro porque se acabó para siempre la espera de un nuevo libro, de un nuevo cuento, de una nueva novela.

Decir que se tiene un recuerdo personal de un escritor es decir que se le aman las letras, y con eso, ya no hace falta decir nada más.

martes, 15 de abril de 2014

No puedes contar una historia de amor

Bleeding Heart by RandomyPurple

No puedes contar una historia de amor sin ensuciarte los dedos, sin ver correr sangre y sin derramar el aliento en cada palabra. Porque en toda historia de amor que se cuenta, la tinta se resiste a quedarse en el papel, y escurre como la tarde del primer beso que hoy es y mañana ya se ha olvidado. Porque en toda historia de amor hay al menos dos heridos de muerte que no vuelven jamás a ser los mismos, y que dejan un sangriento caudal lleno de lágrimas sin suerte. Porque, finalmente, no puedes contar una historia de amor sólo con haberla visto, sin haberla vivido un día, aunque sea de lejos. Y contarla, siempre, siempre, siempre, te roba el aliento, te deja hundido en los suspiros, te llena de deseo o de añoranza y, con el tiempo, te acaba. No puedes contar una historia de amor sin morir poquito.

miércoles, 12 de marzo de 2014

Hoy vi

Hoy vi algo que nunca había visto, algo que tal vez no vio nadie, o tal vez lo vimos pero ya nadie sabe de qué se trata. Caminaba apurada por una transitada acera, en el centro de una ciudad que podría ser cualquiera. Sentada en el umbral de una vieja casa de puertas enormes y ventanas cerradas, una mujer sostenía entre sus manos una carta. Sobre el papel blanco había garabatos entintados en azul que bailaban con la mirada que por ellos se paseaba. Yo me quedé pasmada. Hace tanto que nadie escribe cartas, que no recuerdo cómo se siente al tacto el papel y al corazón las palabras. La mujer siguió leyendo y dio la vuelta al papel para llegar al final de la carta. Contuvo el aliento un momento y ahí se le escaparon dos lágrimas. Yo quise llorar con ella, pero a mí nadie me manda cartas.

Reading a letter on the beach, oil painting, figures painting, by Dominique Amendola

viernes, 14 de febrero de 2014

Breve y bajito

Dormí poco y mal. Ya es costumbre, la verdad. Me hubiese gustado pensar algo más elocuente, escribir algo como: qué grande es el amor que nos tenemos, que alcanza para cubrir el espacio que nos separa y el tiempo en que no estás aquí conmigo. Pero no. Este café soluble que es y no es tampoco ayuda. Pienso en tus manos, en tu piel, en la emoción de saberme tuya. Pero se me escapan las palabras y no sé cómo decirlo. Tengo frío, tengo calor, tengo sueño, tengo hambre. Pero no te tengo. O sí, pero lejos, que es lo mismo que no tenerte. Y te extraño, parece que desde siempre. Y me acuerdo que te extrañé toda la vida y qué bonito es ahora amarte y tenerte. Pero ya no sé cómo decirlo bonito. Ya no sé hacer versos ni poemas. Sólo recuerdo decirlo breve y bajito: te amo.

domingo, 9 de febrero de 2014

Hoy


Pronuncio tu nombre inevitable
y se llena mi boca de recuerdos,
mi voz no alcanza más tu oído,
te llamo amor, y el silencio rompe mis latidos.
En esta noche blanca y fría tan lejana
busca mi mano vana tu cariño,
el frío me roba la alegría
y me parte el alma pensar que ya te has ido.
Quisiera prenderle fuego a las estrellas,
que ardan una por una hasta acabarse,
y un camino de humo guíe tus pasos
de nuevo hasta que mi mano alcances.
Hoy duermo el sueño del hastío,
se resigna mi piel a no encontrarte,
tal vez mañana el cielo no me deje,
tal vez un día podré abrazarte.

miércoles, 8 de enero de 2014

Sobre el río

Puente sobre el río Chippewa, Eau Claire, WI, EEUU.
Debe haber sido enero, pero tal vez era marzo, porque hace años el clima ya no dice en qué momento estoy del año. Hacía frío, muchos grados bajo cero, vaya usted a saber cuántos, porque luego de menos cuatro el termómetro dice una cosa y uno siente igual de helado. Yo volvía por el puente al campus: debía cruzar el río Chippewa para volver a mi cuarto. Ya estaba oscuro y, como dije, helado, aunque un par de jarras de cerveza engañaban al tacto. Quizá no sólo al tacto: allá, a lo lejos, al final del puente, bajo la tenue luz de un faro, vi a una chica que saltó al río helado. No sé si corrí tras ella o si dejé que me convencieran el frío y la cerveza, pero recuerdo verla, y luego no recuerdo nada. Quizá nadie se dio cuenta. Quizá si lo olvidé, no está muerta.