viernes, 25 de noviembre de 2011

No es lo mismo comer que tirarse con los platos

Suele decirse que a una le cuentan el cuento de hadas hasta “vivieron felices para siempre”, y lo que hay después, oculto tras una bruma rayana en el espanto, queda por descubrirse con sorpresa, susto y, algunas veces, horror. La verdad es que, dependiendo de qué tanta disponibilidad tenga una para reírse de una misma, ahí donde acaba el cuento de hadas puede que empiece una entretenida serie de humor y drama que, en general, hacen de la vida algo extremadamente disfrutable.

Tendría que aclararle al lector que apenas (y es un apenas muy relativo, como todo), llevo un mes, más o menos, viviendo con Rubén. Quizá lo que le añade emoción a nuestra novela involuntaria es que nos conocimos por Twitter y pese a los 7000 kilómetros que hay entre Jujuy y Monterrey, nos enamoramos. Un buen día agarré mis chivas y me vine a ponerle textura a una voz y a un rostro que había llegado a amar, con la sanísima intención de enamorarme más, desengañarme o algo. Luego de una semana, Rubén se tomó tres de vacaciones, y hemos estado juntos prácticamente 24 horas durante 21 días, lo que para él, según me cuenta, es un récord personal, considerando que sigo aquí y no tengo ganas de sacarle los ojos con una cuchara.

También debería saber, querido lector, que él tiene más kilometraje que yo, aunque apenas me lleva dos años: él ya estuvo casado antes y yo nunca había vivido con alguien ajeno a mi familia. Además, a querer y no, estamos en su territorio, en su país, en su casa, y yo aquí estoy lo más lejos de donde tengo enterrado el ombligo, con todo lo que ello significa: ni familia, ni amigos, ni idea de pequeñas diferencias culturales que ya he comentado antes pero que, si no las tomara con humor, probablemente me habrían llevado de vuelta a mi casa hace muchísimos días.

En suma: de pronto me encontré viviendo con alguien que ya llevaba algún tiempo viviendo solo, pero que, al menos, ya sabe qué es lo que no le gusta de la convivencia. Como todo soltero, pero más bien como cualquier otro mamífero en realidad, él hacía lo que le funcionaba: nunca lavaba platos porque casi nunca los ensuciaba; la ropa sucia iba organizada en montoncitos en el suelo; el refrigerador estaba prácticamente vacío; no tenía una sola olla con tapa; la cama permanecía, la mayor parte del tiempo, sin sábanas. Cosas así.

Se me ocurre explicarlo de este modo: llegar de pronto, con dos maletas, a invadir el espacio de alguien que probablemente no se imaginaba que las cosas podían salir bien (si a nuestra pequeña felicidad doméstica se le puede dar ese calificativo), es algo así como interrumpir al solista de un concierto para violín para decirle que nosotros podríamos afinarle el instrumento, si quiere, entre un movimiento y otro. Vaya: el verbo “interrumpir” parece que lo dice todo.

Ignoro, de verdad, que tanto he interrumpido a Rubén, pero al menos la cama tiene sábanas, el refri tiene comida y tenemos un cesto de ropa sucia. Y considerando que no estoy escribiendo esto con todas mis chivas apiladas en algún aeropuerto de Argentina esperando un vuelo de vuelta a mi casa, podemos decir que la interrupción no ha sido, hasta ahora, tan terrible que él esté irremediablemente desilusionado.

Quizá el gran tema de nuestra convivencia, hasta ahora, es el de los platos.

Uno de los acuerdos es que Rubén los lava. Yo los ensucio alegremente (se me da eso de la cocina, y al menos se come todo lo que le doy), y él los lava. Y la verdad es que yo ensucio platos que da miedo y él odia cordialmente lavarlos, y aunque a veces puede estar horas dando vueltas por la casa con la intención de lavarlos pero sin ganas, a fin de cuentas los lava. A veces la conversación es así:

-Mi amor, ¿qué hacés?-, me dice él.
-Leo, mientras espero que laves los platos.

Luego de eso viene una larga diatriba que seguro se incluye en el manual de inducción de todos los hombres que se involucran en una relación, y en donde figuran las cosas que le advertía su madre sobre las mujeres, lo iguales que somos todas, luego pasa por el “¡qué bruja que sos!”, pero que siempre acaba con el Pinche Rubén lavando los platos.

Usted podría pensar, querido lector, que tener al menos unas 500 horas de vuelo juntos no es para nada una muestra de lo que es la vida en pareja. Pero tal vez sí. Yo, la verdad, lo ignoro, pero mientras, sigo ensuciando platos y riéndome muchísimo más de lo que sufro la falta de chiles y tortillas, y sigo enamorada como una idiota que se enamora todos los días un poquito más. Y mientras le guste lo que le cocino, parece que él seguirá lavando los platos.

1 comments:

La Blu

Nada me hace más feliz en este momento que leer este post.
La vida de pareja es eso que viven y nada más. Uno nunca termina de acostumbrarse a todo, pero se vive lindo.

Abrazos hasta allá.