martes, 20 de diciembre de 2011

Jujuy

Si la ciudad de Jujuy fuera una palabra, esa palabra, para mí al menos, sería “detenimiento”.

Vamos a ver:

Nací en una ciudad, la ciudad de México, que tiene aproximadamente nueve millones de habitantes. Toda mi vida he vivido en ciudades enormes, llenas de gente que se mueve a ritmos frenéticos y tiene rutinas infames. Estoy acostumbrada a hacer más de media hora de traslado a donde quiera que vaya, a que haya un café, bar o restaurante abiertos a cualquier hora del día, a ir a conciertos masivos y no tan masivos, a caminar museos, a pasar horas recorriendo centros comerciales, a tener siempre alguien con quién salir a echar el café y el chisme, a tener una tiendita 24/7 siempre a mano por si acaso se me antoja algo, a hacer, vaya, con pies y manos, el día entero.

Un día común, la mayor parte de mi vida adulta, consistía en salir de mi casa, bañada, arreglada y entaconada, antes del amanecer. Manejar una hora al trabajo, trabajar (lo cual, en mi área, consistía en el corre-corre de hacer llamadas, escribir memorandos, hablar con gente, tener miles de juntas y así), salir, ir a hacer ejercicio, salir a tomar un café con amigos, regresar, hablar por teléfono un par de horas más, leer y escribir antes de dormir y volver a empezar. Quedarme en casa y hacer nada era para días excepcionales, salvo por el hecho de que nada siempre estaba lleno de cosas qué hacer como ver películas, leer, escribir, hacer música, hablar por teléfono, cambiar los muebles de lugar y cosas así.

Es decir: no sé estarme quieta. ¿Me explico?

De pronto me encuentro aquí, en Jujuy, una provincia del norte argentino, en una ciudad que lleva el mismo nombre y que tiene casi –y nada más- 300 mil habitantes. Encontrar algo abierto entre las 12 pm y las 5 pm es prácticamente un triunfo, y puedo decir que a las tres de la tarde es la hora mágica porque no hay nada ni nadie en la calle: parece que hasta los perros salen de escena y la ciudad queda vacía. En el centro, hay un mall pequeño, y tiendas que, como dije, cierran a medio día. Hay un par de cafés, unos supermercados pequeñitos, algunas iglesias que sólo he visto abiertas en domingo, un pequeño tianguis de artesanías, algunos museos y listo. No hay mucho más. Todavía me pierdo en la ciudad, pero no es nada que caminar o preguntar no puedan remediar.

Por otra parte, no tengo un trabajo por mi calidad de “mientras”, y aunque ocupo cierto tiempo en hacer lo que hago en mi “trabajo” (leer y escribir una tesis doctoral), no tengo mucho más. No conozco a nadie fuera de mi cuñada Sil y mis suegros (que por otra parte son un verdadero encanto), y las tres horas de diferencia que hay con México hacen que hablar por teléfono, una de mis actividades favoritas, sea realmente complicada. Además, estar de paso no me inspira a buscar algo más que hacer que lo que hago, que es básicamente ser un ama de casa, lo cual ocurrió un poco sin querer queriendo.

En suma, para los estándares a los que estoy acostumbrada, estoy frita.

Jujuy me invita al detenimiento, a detener mi vida de acelere, y por eso, este es un paréntesis interesantísimo, la verdad. Tener tiempo de caminar sin correr, de mirar atentamente, de escuchar, de observar, de hacer nada sin la culpa de dejar de hacer todo lo que según esto tendría que hacer, no me caen nada mal. Aunque debo confesar que extraño el acelere, el corre-corre, las compras de pánico en los centros comerciales (sobre todo en esta época), el salir a tomar café con mis amigos, el tener semanas y semanas con la agenda llena de compromisos. Pero por lo pronto, disfruto mucho este mientras de actividades domésticas y hogareñas. No está mal, de vez en cuando en la vida, tener la vida que nunca imaginamos que podríamos tener. Seguro que tengo mucha suerte.

lunes, 19 de diciembre de 2011

Sin título

En un libro que estoy queriendo mucho me he topado con este texto que me dijo tanto en tan pocas líneas que quise compartirlo con ustedes. No tiene un título, pero no le hace falta: es imposible nombrar lo que no se conoce, y ya que se conoce es mejor no nombrarlo. Aquí la transcripción:

La conciencia del fuego apagó la de la tierra. Mi visión del mundo se resuelve en un adiós dudoso, en un prometedor nunca.
Culpa por haberme ilusionado con el presunto poder del lenguaje.
Todo es un interior. Por tanto, el poema es incapaz de aludir hasta a las sombras más visibles y menos traidoras.
Hablar es comentar lo que place o disgusta. Lenguaje visceral constatador de los fantasmas de las apariencias.
Escribir no es más lo mío. Con sólo nombrar alcoholes temibles, yo me embriagaba. Ahora –lo peor es ahora, no el miedo a un desastre futuro sino la de algún modo voluptuosa constatación del presente infuso de presencias desmoronadas y hostiles. Ya no es eficaz para mí el lenguaje que heredé de unos extraños. Tan extranjera, tan sin patria, sin lengua natal. Los que decían «y era nuestra herencia una red de agujeros», hablaban, al menos, en plural. Yo hablo desde mí, si bien mi herida no dejará de coincidir con la de alguna otra supliciada que algún día me leerá con fervor por haber logrado, yo, decir que no puedo decir nada.


Alejandra Pizarnik
8 de agosto de 1971.

Pizarnik, A. (2001). Prosa completa. Barcelona: Lumen, p. 61

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Heridas

Hay heridas que no dejan cicatriz, porque no sanan nunca.

Hace algunos años me hice un piercing en la nariz. Lo hice, primero, porque quería hacerlo. En segundo lugar, porque alguien me dijo que no podía hacerlo, y tengo la estúpida costumbre de ser necia y hacer del “no” un “sí”. Tercero, para recordar algo: hay heridas que nunca se deben olvidar.

La gente que me conoce, antes y después del piercing, tiene reacciones variadas: algunos no le dan la mayor importancia. Otros más dicen que se ve bonito. Y hay otros que me preguntan si me dolió. En esas ocasiones, mi imaginación me lleva de vuelta a ese lugar, al olor a alcohol y a látex quirúrgico, al intenso dolor en la nariz, a las lágrimas que me rodaron por las mejillas. Sonrío y le respondo a esa gente: “claro que me dolió: esa era la idea”.

Nadie me ha preguntado por qué esa era la idea. Supongo que les asombra lo cínico de la respuesta. Y sin embargo, esa era la idea: sentir un dolor tan intenso que nunca se me olvidara por qué lo había hecho. Y luego mirarme la cara todos los días y recordar, más que el dolor, el por qué.

¿Por qué lo había hecho? Porque me había olvidado de mí misma, tanto que casi me pierdo. Y necesitaba prometerme un nunca más.

Hoy me miro al espejo, veo en mi nariz ese brillante que me la atraviesa de lado a lado y sonrío. Me miro al espejo y lo veo, especialmente en momentos en que siento que me estoy perdiendo. Entonces me acuerdo de la herida y del dolor, y me acuerdo de acordarme de que no estoy tan perdida y me siento mejor.

Y además sí: se ve bonito. Es de las heridas que mejor me va.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Vivir contigo no es fácil

“Hay que amar a los hombres como son.
No es fácil, pero sólo amar a un pendejo es fácil”.
María Félix


¿Qué tanto puede cambiar tu vida en cuatro meses?

Mucho.

Rubén y yo nos conocimos hace poco más de cuatro meses. Decir que nos conocimos es un decir: más correctamente sería decir que comenzamos a interactuar hace unos cuatro meses. Unos dos meses y medio después lo vi por primera vez en el aeropuerto de Salta, y antes de decirle siquiera “hola”, le di el beso de mi vida. Fue entonces cuando empezamos a vivir juntos.

Por muy romántica que sea la idea, aunque en los hechos lo es, nos saltamos la parte más tradicional de cualquier relación. Sin duda la circunstancia de estar tan lejos lo exigía así, y por otra parte no creo que haya fórmulas para esto del amor. Pero lo que sí es cierto es queRubén y yo nunca fuimos novios. O sea, nunca supe lo que es que me llame para invitarme a cenar, que venga por mí a mi casa, que se despida de mí en la puerta con un beso largo, que me llame al otro día. Nunca sabré, tampoco, lo que es pelearme con él, cerrarle la puerta en la cara, hacernos del rogar un par de días y luego arreglar todo tomando un café. Esa parte de tener una cita y salir como la gente “normal”, sencillamente nos la saltamos.

En lugar de eso, fuimos directamente a la parte en que vivimos juntos. Podemos salir a pasear o algo, pero horas después estamos de vuelta en nuestra realidad doméstica. Y sí, yo sé que no es fácil vivir conmigo, lo sé porque he lidiado conmigo toda mi vida, pero, sépanlo, vivir con él no es un día de campo tampoco. No digo que sea malo o bueno, sencillamente es difícil acomodar las expectativas a la realidad.

Por ejemplo, toda mi vida he dormido con las luces apagadas, en completo silencio y con la puerta cerrada. Lo contrario me dificulta conciliar el sueño. Y el Pinche Rubén suele dejar, lo menos, una luz encendida. Un día, esa luz era la del baño, y, ¡ocurrente yo!, entré y cerré la puerta, y cuando volví a la cama, me llevé la regañiza de mi vida porque casi le da un infarto al despertar y ver todo apagado. ¡Pfff!

Tampoco es muy dado al orden. Vaya, no soy tampoco la más ordenada de la vida, pero hay cosas que no soporto: la cama destendida y los platos sucios, por ejemplo. No hablaré de los platos porque ya todos sabemos que es el talón de Aquiles de Rubén, pero lo de la cama… bueno, no lo he visto hacer ni el intento de tenderla ni una vez.

Como sé que no soy ordenada, trato de no desordenar. Si saco algo de la alacena, vuelvo a meterlo enseguida, para no tropezarme con eso una y otra vez. Rubén no. Puede vaciar la alacena buscando un paquete de pasta y dejar todo fuera hasta que por alguna razón necesita volverlo a guardar, lo cual puede ocurrir entre el día siguiente y nunca, por ejemplo. Y tampoco es que ande yo, como diría mi madre, “alzándole la cola” todo el día, pero sí paso un buen rato recogiendo el desastre que, invariablemente, deja a su paso.

Yo soy muy de llenar mis vacíos. Suelo tener las paredes llenas de fotos, de cuadros, de cosas, porque me gusta mirar a la nada mirando algo. Rubén no. En las paredes hay telarañas y ya, y si tiene cortinas es porque su madre insistió en que era una buena idea tenerlas. Así que me paso buscando cositas que poner aquí y allá para tener algo qué mirar. Hasta cambié la cama de lugar para poder mirar por la ventana, aunque sea, el árbol de aguacates, el gato que pasea por la barda, y el avechucho de pecho naranja que se pasa el día gritando con entusiasmo algo que suena a “¡qué me ves!”.

En fin. Vivir con Rubén no es fácil. Pero en el fondo creo que vivir con alguien, con cualquiera, no es sencillo. Alcanzo a vislumbrar que la clave es comprender que el Pinche Rubén nunca va a ordenar de inmediato todo lo que usa, jamás lavará los platos sino hasta que no tenga otro remedio, ni le va ni le viene si hay algo en las paredes y, definitivamente, no podrá dormir, jamás, con la luz apagada. Y, hasta ahora, creo que sí me da el amor para poder vivir con eso.

viernes, 2 de diciembre de 2011

Vivir conmigo no es fácil

Vivir conmigo no es fácil. Y no es que me haya dado cuenta de pronto: la verdad es que llevo años observándome. Vaya, no es tampoco que me esté observando todo el tiempo: cualquiera sabe que no se puede actuar y analizar al mismo tiempo, y por esa razón es importante observarse a uno mismo a través de la gente que comparte nuestros tiempos y espacios.

Pues bien, lo que yo he podido observar con cierto detenimiento son mis incongruencias. Tampoco es que todo el mundo sea tan coherente como teorema matemático. Antes al contrario: toda la gente, sin excepción alguna, es así. Dice una cosa y en los hechos hace otra muy distinta. Quizá lo que nos permite vivir con nosotros mismos es justamente que no nos percatamos de esa incongruencia y vivimos en la dulce creencia de que el ser y el decir-que-soy son una y la misma cosa.

Por ejemplo, llevaba apenas un par de días viviendo con Rubén, y antes de salir para irse a trabajar, me dejó dinero “para lo que necesites”. Antes del café y con un poco de jetlag, no pude hacer más que tomarlo y decir “gracias”. Mi feminazi interior, cuando tuvo su dosis necesaria de cafeína, se retorció por dentro. “¿Cómo? Pero, ¿cómo se te ocurre recibirle dinero?”, así, toda ofendida y verde del coraje. Claro: mi educación postmoderna rayana en el feminismo talibán tenía ganas de darme con una regla de madera en las manos por recibirle dinero a un hombre. ¡A un hombre! ¡Tú, que estás acostumbrada a financiar “lo que necesites”! Igual tomé el dinero y me fui al súper y como si fuera mi abuela (que nunca trabajó más que en su casa), compré víveres y otras cosas para preparar en la semana.

¡Qué incongruencia! Claro. Me veo ahora, semanas después, y aunque en el fondo no es lo mismo, es exactamente la misma situación que vivió mi abuela y mi madre después de ella: estoy en casa de mi otro significativo, me da dinero, compro víveres, le hago la comida, tiendo la cama, me aseguro de que las cosas estén más o menos en su lugar (o en donde yo me imagino que deberían estar), lo recibo por las tardes y le doy de cenar. Si tengo suerte, él lava los platos (últimamente le ha entrado la rebeldía y no lo hace), se plancha sus propias camisas y barre.

Me doy cuenta de que digo que en el fondo no es lo mismo, pero lo es. De alguna extraña manera, aunque tengo muchos más años de escuela y he trabajado más años que mi madre y mi abuela juntas, es exactamente lo mismo. Me vienen a la mente no sé cuántas páginas que he leído y reflexionado sobre el papel de la mujer en la sociedad, todo lo que, en teoría, ha cambiado, la cantidad de mujeres que optan por estilos de vida no tradicionales, mis propias amigas que, aún casadas, no levantan ni su ropa sucia, y sólo puedo concluir que me da exactamente lo mismo lo que diga la teoría. A fin de cuentas, uno busca su propia felicidad, y si la encuentra en cosas tradicionales, qué bueno, ¿no?

Me pregunto si sólo me lo digo para justificar inconscientemente mi circunstancia actual, la cual, de más está decirlo, sí me hace muy feliz. Aunque mi feminazi interior se retuerza de coraje.

Otro ejemplo que pensaba es cuánto me molesta que me chiflen los hombres en la calle. Vaya, no sólo que me chiflen: que me griten cosas, o que me miren como si fuera un apetecible pedazo de carne fresca. Es molesto, porque me siento una cosa linda que podría muy bien estar en un aparador. Lo aborrezco. Pero, por supuesto, el día que se me ocurre salir sin bañar, en fachas, sin gota de maquillaje y con las lagañas todavía en los ojos, y nadie me voltea a ver, como que mi ego sufre poquito. Por supuesto es una incongruencia. O sea, ¿te gusta o no que te chiflen? Pues no me gusta, pero me da la certeza, al menos, de que me veo bien. Y puedo racionalizar todo lo que quiera, justificarlo como más me guste, pero el hecho es que sí me choca que me griten cosas en la calle, pero me doy cuenta cuando no lo hacen.

Otra cosa son, por ejemplo, los gritos. Me choca la gente que grita, sobre todo cuando los gritos son furiosos y más que otra cosa son catarsis para no-sé-qué trauma o problema psicológico. Pero el otro día iba caminando con Rubén y le contesté a gritos. Fue sin querer, la verdad. Y claro, cuando me dice que “la conversación es entre Rubén y Nadia, y no entre todo Jujuy, y Rubén y Nadia”, me doy cuenta de que sí, en efecto, hablo a gritos. Mucho. Soy escandalosa, como dice él. Y entonces ya no sé si de verdad lo encuentro molesto o si sólo me digo eso porque me molesta que los gritos de otros no dejen que se escuche lo que yo, a gritos, quiero decir.

Podría seguir ilustrando, querido lector, las incongruencias de las que me percato en mí misma: que me gustan las cosas claras pero me cuesta mucho decirlas, que me choca el drama pero contribuyo bastante a hacerlo, que odio el desorden pero mis cajones son un desastre, que quiero que me entiendan pero me niego a entender (este es típico, creo, de la especie humana), me choca la gente incongruente, pero así soy, y así.

En suma, vivir conmigo no es fácil. Él también tiene lo suyo (y vaya que lo tiene), pero aún así, le deberíamos dar un premio o algo al Pinche Rubén, por aguantarme.