domingo, 9 de septiembre de 2012

Niebla


Esa mañana, la niebla era tan densa que se le metía en los ojos y podía mirar solamente un par de metros más adelante. Una llovizna ligera cubría toda la ciudad y el viento helado le hablaba de lo pequeña que era su alma dentro de su cuerpo. De lo poco que dejaba asomar entre sus párpados, para que la gente no adivinara ni sospechara nada. ¿Sospechar qué? Que por dentro tenía miedo. Que tenía dudas. Que le dolía el pedacito de alma que le quedaba. Entre la bruma, un hombre se le acercó. Un viejo cojo y desdentado, que se ayudaba con una muleta. Le sonrió con su boca desnuda. “Qué hermosa”, dijo, y como percatándose de su atrevimiento, añadió, “disculpe usted, es que tiene una mirada hermosa”. Sus ojos otra vez se llenaron de la misma niebla que se tragó al viejo desdentado, bajo las ruedas del colectivo.