El sentido común podría indicar que la diversión es directamente proporcional a la brecha cultural. Pero también ocurre que el sentido común a veces se queda corto, y la realidad de la vida llega para superar cualquier sarcasmo. Y uno sólo puede sentarse y disfrutar la función.
Sin entrar en mayores detalles de la historia de amor, entérese el lector que he estado compartiendo vida y espacio con un argentino. Soy mexicana, y la propaganda –culpable en gran medida de formar el sentido común-, indica que todos los hispanos estamos hermanados por la lengua, los siglos de historia común, la cultura, y otra larga perorata de lugares comunes que suenan lindísimos en los discursos políticos en los organismos multilaterales, pero que en la realidad del día a día pasan a un lejano segundo plano a la hora de habérselas con una persona que no comparte muchas sutilezas del lenguaje.
¿Qué tan divertido podría ponerse el asunto entre un argentino y una mexicana?
Mucho.
Claro, nos une el lenguaje del amor. Palabras bonitas, tiernas y románticas, las estrellas de tus ojos y te bajaré la luna y así. Pero en el día a día, la cuestión aterriza a los terruños de la realidad doméstica y las discusiones van más o menos así:
-Rubén, no puedo prender el boiler.
-¿El qué?
-El del agua caliente.
-Ah, el calefón. Mirá: vos tenés que abrir la canilla de la pileta de la cocina hasta que se prenda.
-¿Que abra la qué de dónde?
Y así.
Otra cosa es el “che”. Me suena demasiado extraño. El otro día, mi suegra me dijo así, y no supe si era indicativo de cercanía, desprecio o qué. Vaya, entiendo a cuento de qué viene, pero no deja de sonarme raro. Me sonó a que si mi suegra fuera mexicana, me diría “wey”, con el cariño que se lo digo a veces a mis amigas, así que mejor me limité a sonreír con candidez. Claro que ella no tuvo reparo en reír a carcajadas cuando me contó que recibió un SMS de mi parte diciéndole que estaba “levantando la cocina”, porque no entendió a qué me refería y le pareció tremendamente divertido. Vayan a saber ustedes qué se imaginó que estaba haciendo.
Caminar por el súper es también una aventura del lenguaje. De pronto el altavoz pide que no dejes tus cosas personales en el changuito, y yo miro para todos lados esperando ver algo pequeño, peludo y antropomorfo que no sea el chico que despacha zapallitos, los cuales eran totalmente ajenos a mi imaginario culinario hasta que llegué preguntando por calabazas. Resulta que los changuitos son los carritos del súper, un remís es un taxi y Rubén va a trabajar en colectivo y no en camión. Válgame Dios.
A mí me da muchísima risa cuando me dice “qué jodida que sos”, porque la verdad no me queda muy claro de qué me está hablando, y él se ríe igual cuando yo le digo “eres un cabrón”, porque no me entiende que la frase tiene el tono de regaño. Añadirle a todo eso el hecho de que pongo su ropa sucia en el cesto de la ropa sucia y no en la caja de tiliches (creo que él no tiene idea de lo que son los tiliches ni lo poco práctico que resulta echar la ropa sucia a su caja mientras el cesto está vacío), hace de la realidad, aunque sea tan doméstica y, en apariencia, tan cotidiana, una aventura de todos los días.
2 comments:
Yo digo que le digas a Rubén que me presente a un argentino. Jejejejeje.
Me encanta tu historia de amor.
Venga Argentina. (=
Te lo repito: Lloré de la risa.
Me encanta su historia, y eso que me perdí el principio.
Besos.
Publicar un comentario