Si la ciudad de Jujuy fuera una palabra, esa palabra, para mí al menos, sería “detenimiento”.
Vamos a ver:
Nací en una ciudad, la ciudad de México, que tiene aproximadamente nueve millones de habitantes. Toda mi vida he vivido en ciudades enormes, llenas de gente que se mueve a ritmos frenéticos y tiene rutinas infames. Estoy acostumbrada a hacer más de media hora de traslado a donde quiera que vaya, a que haya un café, bar o restaurante abiertos a cualquier hora del día, a ir a conciertos masivos y no tan masivos, a caminar museos, a pasar horas recorriendo centros comerciales, a tener siempre alguien con quién salir a echar el café y el chisme, a tener una tiendita 24/7 siempre a mano por si acaso se me antoja algo, a hacer, vaya, con pies y manos, el día entero.
Un día común, la mayor parte de mi vida adulta, consistía en salir de mi casa, bañada, arreglada y entaconada, antes del amanecer. Manejar una hora al trabajo, trabajar (lo cual, en mi área, consistía en el corre-corre de hacer llamadas, escribir memorandos, hablar con gente, tener miles de juntas y así), salir, ir a hacer ejercicio, salir a tomar un café con amigos, regresar, hablar por teléfono un par de horas más, leer y escribir antes de dormir y volver a empezar. Quedarme en casa y hacer nada era para días excepcionales, salvo por el hecho de que nada siempre estaba lleno de cosas qué hacer como ver películas, leer, escribir, hacer música, hablar por teléfono, cambiar los muebles de lugar y cosas así.
Es decir: no sé estarme quieta. ¿Me explico?
De pronto me encuentro aquí, en Jujuy, una provincia del norte argentino, en una ciudad que lleva el mismo nombre y que tiene casi –y nada más- 300 mil habitantes. Encontrar algo abierto entre las 12 pm y las 5 pm es prácticamente un triunfo, y puedo decir que a las tres de la tarde es la hora mágica porque no hay nada ni nadie en la calle: parece que hasta los perros salen de escena y la ciudad queda vacía. En el centro, hay un mall pequeño, y tiendas que, como dije, cierran a medio día. Hay un par de cafés, unos supermercados pequeñitos, algunas iglesias que sólo he visto abiertas en domingo, un pequeño tianguis de artesanías, algunos museos y listo. No hay mucho más. Todavía me pierdo en la ciudad, pero no es nada que caminar o preguntar no puedan remediar.
Por otra parte, no tengo un trabajo por mi calidad de “mientras”, y aunque ocupo cierto tiempo en hacer lo que hago en mi “trabajo” (leer y escribir una tesis doctoral), no tengo mucho más. No conozco a nadie fuera de mi cuñada Sil y mis suegros (que por otra parte son un verdadero encanto), y las tres horas de diferencia que hay con México hacen que hablar por teléfono, una de mis actividades favoritas, sea realmente complicada. Además, estar de paso no me inspira a buscar algo más que hacer que lo que hago, que es básicamente ser un ama de casa, lo cual ocurrió un poco sin querer queriendo.
En suma, para los estándares a los que estoy acostumbrada, estoy frita.
Jujuy me invita al detenimiento, a detener mi vida de acelere, y por eso, este es un paréntesis interesantísimo, la verdad. Tener tiempo de caminar sin correr, de mirar atentamente, de escuchar, de observar, de hacer nada sin la culpa de dejar de hacer todo lo que según esto tendría que hacer, no me caen nada mal. Aunque debo confesar que extraño el acelere, el corre-corre, las compras de pánico en los centros comerciales (sobre todo en esta época), el salir a tomar café con mis amigos, el tener semanas y semanas con la agenda llena de compromisos. Pero por lo pronto, disfruto mucho este mientras de actividades domésticas y hogareñas. No está mal, de vez en cuando en la vida, tener la vida que nunca imaginamos que podríamos tener. Seguro que tengo mucha suerte.
Hace 8 años.