miércoles, 12 de septiembre de 2012

Nuestra Boda

Recién casados.
La maquilista me quedó mal, y tuve que peinarme y maquillarme con la ayuda de una amiga. La florista se olvidó del boutonnière de Rubén, mi tía y el lazo llegaron tarde, mi mamá mandó a mi papá a entregarme con el saco desabotonado, y una lista más o menos larga de percances más, en realidad nimios, ocurrieron el día de nuestra boda. Y pese a ello, creo que nunca había ido a una boda en la que me divirtiera tanto.

También pensé que iba a estar mucho más al pendiente de las nimiedades que de disfrutar el momento. O que estaría tan emocionada que lloraría todo el tiempo. Pero no: la verdad es que ni siquiera cuando el cursi, encantador y pinche Rubén leyó los votos que escribió para mí, ahí, frente a toda esa gente (la mayoría de la cual veía por primera vez), me ganaron las lágrimas, aunque estaba tan conmovida que ganas no me faltaron. En vez de eso, disfruté cada minuto, desde que salí con el vestido, lista para encontrarme con él para la sesión de fotos, hasta que volvimos a la habitación del Hotel Ancira (donde celebramos la fiesta y nos hospedamos) a descansar un rato. Todo, todo, todo, fue de cuento de hadas. Todo el tiempo sentí que estaba jugando, como cuando era niña y junto con mis primas jugábamos a ser “grandes”, y me divertí como nunca.

También pensé que a lo mejor un poco de distancia/tiempo me daría perspectiva para no tener una visión tan romántica de esos momentos. Pero no: a un mes sigo teniendo la misma sensación de que fue maravilloso, único e irrepetible, y si tuviera que vivirlo otra vez lo haría exactamente igual. (Quizá de eso le tengo que agradecer a Delia que estuvo ayudándome de cerca con todos los preparativos y además nos tomó las fotos). Tal vez el truco es ese: no presuponer nada, porque a fin de cuentas uno nunca sabe cómo va a sentirse o a reaccionar, hasta que las cosas pasan.

Y sigo pensado que fue la mejor boda.