jueves, 17 de abril de 2014

Mi Gabo


Decir que tienes un recuerdo personal de un escritor al que nunca le viste más que las letras puede ser casi pretencioso. Y pese a ello, a veces uno se aficiona tanto a sus palabras, a sus historias y personajes, que podría pensarse que lo conoce, o más exactamente, que ese escritor le conoce a uno, y escribe lo que escribe para que justamente uno lo lea. Así, eventualmente, uno se encariña con ciertos libros, con ciertas historias, con ciertos temas, y estos pasan a formar parte de la propia biografía personal.

Yo debo haber tenido doce años, porque era en el libro de texto de sexto de primaria que había un texto hermosamente escrito, sobre una tal Úrsula que tenía su casa llena de pájaros, tan llena que debía taparse las orejas con cera de abejas para que el ruido no la volviera loca. Al calce de ese escrito, que no debe haber ocupado más de dos páginas de esos libros horribles y de mala calidad que eran por entonces los libros de texto gratuitos, venía la fuente del texto: “Cien años de soledad, Gabriel García Márquez”. El texto era tan cautivador, y el título del libro tan sugerente, que enseguida se lo pedí a mi papá. Unos días después tuve una copia en mis manos: fue el primer libro de literatura “seria” que leí en mi vida, y fue el primer libro que pude llamar mío.

Por supuesto, debo haber tardado por lo menos seis meses en terminarlo. Es un libro difícil de leer para una niña de doce años, pero recuerdo con mucho cariño y emoción todas esas noches (me gusta leer de noche) en las que me metía en la cama, encendía la lámpara, y retomaba la lectura hasta sentir los párpados pesados. Tras terminarlo, lo volví a empezar. De nuevo me tomó muchos meses la lectura. Y debo confesar que después de eso, lo leí por lo menos una vez cada año durante los siguientes quince años.

Y luego está el verano de 1995. Ocurrió una coyuntura muy especial: mi abuelo había muerto el verano anterior, y yo estaba haciendo la prepa en el Tec de Monterrey en la Ciudad de México, y debía hacer un par de materias ese verano. Entre una y otra clase, tenía un receso de dos horas y nada de ganas de amigarme con nadie. En ese tiempo muerto, me leí todo lo que nuestra biblioteca tenía de Gabriel García Márquez. Sacaba el libro y me iba a la terraza a leer (jamás me ha gustado leer en las bibliotecas), lo terminaba en un par de días (ya para entonces era una lectora curtida) y sacaba uno más. Uno tras otro, debo haber leído por lo menos siete u ocho libros suyos. Fue uno de los mejores veranos.

Después vino 2004. Al fin llegaba a las librerías la largamente esperada Memoria de mis putas tristes. Para mí era una ocasión especial, así que la compré, me metí en el Sanborns de los Azulejos, y con un café y otro más, me la leí de tapa a tapa en un ratito. Ahora lamento no haberla saboreado un poco más, pero tenía escenas tan familiares, lugares que ya había visitado antes, en otros libros, en otros cuentos, que no pude sino bebérmela de un sólo trago. Esa, por cierto, fue la última vez que compré un libro y me metí a leerlo a un café, no me pregunten por qué.

En fin, podría decir con bastante precisión qué estaba pasándome en la vida cada vez que yo leía a García Márquez. He leído mucho, y a muchos, desde aquellas primeras noches bajo las sábanas con mi copia de Cien años de soledad. Pero Gabo sigue siendo mi favorito. Quizá hoy que se ha ido le lloro porque se acabó para siempre la espera de un nuevo libro, de un nuevo cuento, de una nueva novela.

Decir que se tiene un recuerdo personal de un escritor es decir que se le aman las letras, y con eso, ya no hace falta decir nada más.