lunes, 17 de mayo de 2010

Sin hogar

Vivimos una crisis moral.

La moral es pariente cercana de la palabra "ética", del griego "ethos", que significa carácter. Tradicionalmente pensamos que "ética" tiene que ver solamente con aquellos preceptos, costumbres o reflexiones que se relacionan con las normas de conducta que nos ayudan a sobrevivir en el mundo, por ayudarnos a distinguir entre lo "bueno" y lo "malo". Pero "ethos" originalmente significaba "lugar donde se vive". Es en este sentido, y sólo en este, que vivimos una crisis moral.

La realidad mexicana es abrumadora, o más exactamente, era abrumadora desde hace tiempo, sólo que ahora, en la realidad virtual de los medios electrónicos, en el tiempo-real de las redes sociales, parece que no da tregua. No es que el asesinato de estudiantes del Tecnológico haya sido el único ni el más importante, como ni tampoco lo es el caso de Callejerito, el perro que muere todos los días en YouTube víctima de unos chamacos inconscientes; tampoco es único el caso del Jefe Diego que sigue sin aparecer, o el del atentado contra la comunidad indígena en Copala, o tantos otros más. Lo que pasa es que ahora todo esto realmente pasa: en la inmediatez del suceso noticioso, toda posibilidad de reflexión, de distancia crítica, y hasta de cómoda ignorancia, se esfuma.

Todo esto realmente pasa: estamos a merced de una realidad compleja que nos demanda atención en todo momento, y demanda atención porque todo parece apremiante, urgente, desagarrador e imparable. Nos persigue implacable a nuestros lugares de trabajo, de esparcimiento, a nuestros espacios vitales a través de la televisión, el radio, las redes sociales. Es agobiante, asfixiante e inminente. Somos como niños sin hogar: nuestro hogar, aquel sentido antiguo de la ética en tanto lugar para vivir, de sitio donde nos sentimos cómodos, seguros, con la certeza de tener el control sobre nuestras vidas, está a merced del crimen, la inseguridad, la injusticia y la desesperanza.

Vivimos una crisis moral porque ya no hay lugar seguro en el cual refugiar la consciencia y comprender que todo esto que realmente pasa nos está pasando a cada uno, en lo personal, en lo individual, tanto como en lo colectivo. No es que los medios trivialicen la gravedad de la situación: es que no dejan espacio para el asombro, la indignación, y el enojo. Sin esos lugares, no cabe tampoco la acción, la participación y la esperanza.

Sin ese lugar para la consciencia, estamos lejos de comprender, pero aún más lejos de alcanzar a visualizar una manera de resolver los problemas y evitar que esto que realmente pasa, no vuelva a pasar.