viernes, 23 de septiembre de 2005

Cambio, permanencia



Hace algunas semanas me sentí la salmantina de rubios cabellos: me fui a la Ollin Yoliztli a escuchar el concierto de la Filarmónica de la Ciudad de México. Esta es una actividad que disfruto mucho, y que tenía mucho tiempo de no hacer. El punto es que me sorprendí: allá sentados, sobre el escenario, los músicos –además de mi profe de violín, Luis Meza-, se me hacían en extremo familiares. Y recordé esa línea memorable de El seminarista de los ojos negros de Miguel Ramos Carrión: los conoce a todos a fuerza de verlos.

Recuerdo que en la prepa, una de nuestras actividades favoritas era tomar un café en el Sanborn’s de Coapa. Lo visitábamos religiosamente todas las tardes, hasta el punto en que incluso las meseras nos conocían. Todavía hoy, cuando de repente me apersonó en ese lugar, es fascinante ver las caras familiares de muchas de las meseras que, 10 años después, siguen ahí.

Supongo que eso es lo más interesante de la vida. Por una parte, los lugares se vuelven “tus lugares”. La gente se vuelve “tu gente”, aunque jamás haya cruzado una palabra contigo. Se vuelven un referente de que todo tiene un orden y un lugar en tu universo.

Pero por otro lado, te dan un sentido de “movimiento relativo”: todo permanece, y sólo así somos concientes de cuánto hemos cambiado. La pequeña Nadirubis que tomaba el café con Mónica en el Sanborn’s, no es la misma que ahora escribe estas líneas. Pese a que somos lo que somos, algo ha cambiado.

Ojalá y algo haya cambiado: sería una pena que no fuera así.